ESTAMPAS NAVETAS – AQUELLES MANZANES .
Nov 02 2024

POR LEOCADIO REDONDO ESPINA, CRONISTA OFICIAL DE NAVA (ASTURIAS)

Antaño existía, entre la gente menuda, y no tan  menuda, la firme convicción  de considerar que las manzanas que mejor sabían eran las que se tomaban de la huerta de algún vecino, y sobre todo si ello se hacía sin contar, por supuesto, con su permiso. Bueno, pues de este tiempo en el que la fruta madura tranquila colgando de las ramas de los pumares luciendo su color y tamaño tan tentadores, tengo para contar un caso, real, que me ocurrió cuando iba a la escuela de Cecea. 

Porque resulta que una mañana el señor maestro, don José Antonio González, inició la clase con una charla de alto contenido moral, en la que dejó meridianamente claro lo mal que estaba el hecho de invadir pomaradas ajenas y, a mayores, hacerlo para apropiarse en forma indebida de los frutos que maduraban en ellas. Naturalmente salió a la luz el séptimo mandamiento, así como otros varios razonamientos que condenaban, de forma no menos contundente, este tipo de actuaciones, para terminar advirtiendo, muy seriamente, que “esperaba no volver a recibir otra queja de ningún vecino por el motivo comentado”.

Y venía todo ello a cuento porque D. José Antonio había tenido noticia de que un rapaz de la escuela, en un acto reprobable, desde luego, había entrado a robar manzanas en una propiedad de las hijas de Jenaro Redondo.

Llegados a este punto, para situar el asunto parece oportuno comentar que las citadas mujeres regentaban un establecimiento muy arraigado en Cecea y parroquia (el cual, en 1955, en el porfolio de las fiestas del Carmen, se anunciaba como Viuda de Jenaro Redondo, Comidas y Bebidas, Hay Bolera), pues era la continuación, en el mismo lugar y dedicado a similar cometido, de la venta que había existido cuando el camino real discurría por aquel punto. Y era allí precisamente donde las fuerzas vivas del pueblo, entre las que se encontraba el señor maestro, solían jugar la partida por las tardes.

Y decidió D. José Antonio que, para resolver el asunto, el autor de la travesura debía visitar a “las de Jenaro” en su veterano establecimiento, para pedirles perdón. 

Fue entonces cuando me llamó aparte, y me dijo: 

    -Quiero que lo acompañes porque, si lo mando ir solo, no va a pasar por la Venta. Así que tú no te separes de él ni un momento. Ves como trascurre  todo, y a la vuelta me lo cuentas ¿De acuerdo?

   – Si, señor maestro.

Llamó luego al autor, que tenía menos años que yo y cierta fama de travieso, y le dijo: 

    -Vas, les pides perdón a las dueñas y vuelves, pero sin separarte de Leocadio. ¿Entendido?

    -Sí, señor maestro.

   -Pues hala, a La Venta. Y quiero que estéis pronto de vuelta.

De modo que a cumplir con lo mandado fuimos los dos rapaces, caminando  los escasos doscientos metros que separan, aún hoy, la escuela y el mentado establecimiento. Y cuando llegamos, fue  como si las hermanas, (que eran solteras, mayores, y con modales en los que yo percibía una cierta distinción), nos estuvieran esperando, y no con mala cara, sino, más bien, con una sonrisa amable.

   -Buenos días. Vengo a pedir perdón por haber entrado a robarles  manzanas,- acertó a decir el autor, un tanto azorado.

   -Muy bien, hijo. Está muy bien que hayas venido, y te perdonamos.

   Parecía todo solucionado, pero fue entonces  cuando una de ellas, posando en mí su mirada, me dijo, incluso con cierta dulzura:

   – ¿Y tú, hijo, tú también entraste a coger fruta?

   Supongo que enrojecí como la grana, pero acerté a balbucir.

   – No, señorita, yo no entré. Vengo con él porque me lo mandó el señor maestro.

   -¡Ah, bueno! Está bien. Pues nada; ya podéis volver a la escuela.

   Así que, con el trámite realizado, regresamos a la clase, aunque yo no podía dejar de dar vueltas al asunto, atenazado por la preocupación.

   -¿Qué tal? –nos preguntó el señor maestro.

 -Muy bien-, le respondimos.

Después,  cuando  aparte le explicaba cómo había ido el asunto, la angustia y el malestar que sentía debieron reflejarse de algún modo en mi rostro, porque don José Antonio lo percibió,  y me preguntó si me pasaba algo. Vi entonces el cielo abierto, y pude exponerle que, tras pedir perdón el otro niño, una de las mujeres me había preguntado si yo también había entrado a por manzanas, a lo que le había respondido que no, que iba como acompañante; pero me había quedado la desazón por pensar que, probablemente, no me hubieran creído.

   -No te preocupes y vuelve a tu sitio, que ya lo aclaro yo con ellas,- me animó el señor maestro.

Y no sé si lo aclaró  o no, pero tengo que pensar que sí, porque era un hombre  justo y bueno, pero del mal trago que pasé aquella mañana todavía guardo recuerdo ahora.  

FUENTE: EL CRONISTA

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