POR FRANCISCO JAVIER ARELLANO LÓPEZ, CRONISTA DE LUIS MOYA-ZACATECAS (MÉXICO)
“No siempre podemos agradar, pero siempre podemos tratar de ser agradables”. Voltaire
El sábado 28 de septiembre del 2024, llegamos a Ojocaliente los cronistas de la Asociación Estatal de Cronistas de Zacatecas (AECZ) para celebrar la reunión número CD. Arribamos después de las 10 de la mañana y algunos decidimos antes de entrar a la Asamblea, dar lustre al calzado. Fuimos a una bolería que está en el jardín principal de la ciudad y mientras lustraban los zapatos, vimos a una perrita color café, pelo suave y orejas dobladas. Su cabeza parecía portar un antifaz color negro y sus ojos derrochaban simpatía. Tenía una actitud amistosa. El bolero don Julio y su yerno nos contaron la historia de este animal que le gustaba ir a los sepelios. Incluso nos dijeron que la historia ya estaba en un video en el canal 3 de TV.
Pues, si ya está contada… no hay nada que decir, pensé. Algunos compañeros tomaron la foto a la perrita. Recordé a García Márquez en su “Relato de un Náufrago”, narración ya muy contada pero que él la retomó desde otra perspectiva y por no dejar, pregunté a don Julio desde cuando tenía el animal. Me vio a los ojos, le sostuve la mirada y empezó a contarme…
La perrita fue recogida de la calle por su hija Beatriz. Ella la llevó a su casa que está en el barrio de “Los cántaros rotos”, la adoptó, la bañó y le comenzó a enseñar buenos modales. La perrita, ya en su nueva casa, vio una oficina como de registro civil, con testigos de parte y contraparte, todos acordaron llamarle “La Lagañosa”. Ella después se daría cuenta por qué le pusieron ese nombre, pero no le importó.
Ella no era una perra de raza fina, no nació en una cuna afelpada ni tenía sangre azul; tampoco era feminista, ella era de raza callejera y vivió de milagro. Tocó suerte que fuera adoptada por una familia que quería a los animales, que era pobre pero muy honrada. Y eso cuenta para vivir en paz.
Un día vio que su ama salía de su casa a trabajar por temporadas largas y no regresaba pronto; entonces ella decidió ser hija adoptiva del señor bolero. Todos los días lo acompañaba al trabajo que realizaba en un puesto que está en el jardín del pueblo. A la hora del almuerzo, regresaban a desayunar a la casa, luego volvían; a la hora de la comida hacían lo mismo pero ya no regresaban a la bolería. Don Julio, a sus 66 años, la vio con buenos ojos y la trató bien. Ella para probar la voluntad de él y para ver si la quería, en la madrugaba, cuando le llegaban las ganas de orinar, con sus patitas rasguñaba la puerta de la habitación principal y don Julio, estuviera haciendo lo que estuviera haciendo, dejaba de hacerlo y con buena actitud, le abría la puerta a la perrita para que ella hiciera su necesidad. Ella se dio cuenta que era bien querida. Tenía a quien moverle la cola. Y él se dio cuenta que el animal no era sucio y jamás pensó subirla a la azotea.
Cierta mañana, Beatriz la llevó a otra casa donde había bisturís. Ella no supo que pasó. Cuando despertó tenía una pequeña herida en su panza y una camiseta amarrada para no lamerse la herida. Pasaron dos semanas y le quitaron esa camiseta y vio que su piel estaba cicatrizada y ya casi tenía pelo. Ella nunca supo que sucedió pero lo cierto fue que, como que le empezaron a caer mal todos los perros machos de la calle. Alguno se le acercaba y sus ladridos llenaban todo el jardín.
Un día escuchó a un cliente que se lustraba el calzado que se debería cargar todos los animales de la calle a una perrera, incluso envenenarlos. Ella lo escuchó y se metió en un hueco de la bolería. Ella no era de la calle, no era fina ni muy educada, pero controlaba sus instintos; era de familia pobre pero de nobles sentimientos, no era langucienta, ella tenía que comer en casa. Nomás exigió una cosa, que la respetaran como ella respetaría a quién la tocara.
Con el paso del tiempo, dice don Julio que como a los 4 años, ya se sabe que se multiplican por 7 de los humanos, a ella se le desarrolló un oído singular. Escuchaba los tonos de las voces de los clientes, las bocinas altisonantes de los carros y el toque de campanas. Desde la bolería siempre miraba la puerta de la iglesia. Había ocasiones que las campanas sonaban alegres y otras veces, un poco tristonas. Este sonido último lo distinguió muy bien porque cuando tocaban, llegaba una carroza y con gente llorando. Ella descubrió que dentro de la carroza alguien venía que era el motivo de las lágrimas.
“La Lagañosa” recordó su nombre pero no quiso llorar. Decidió esperar la carroza, juntarse al cortejo, meterse al templo, mirar a los dolientes, escuchar la homilía confortadora, dar una mirada comprensiva a quien la mirara, luego salir del templo y acompañar al sepelio a ese triste contingente. Después, ella regresaba sola a la bolería, miraba a don Julio que le preguntaba cómo le había ido y con un movimiento de cola, le contestaba que todo había estado bien.
“Los dobles” tocados por las campanas del templo parroquial del Ojocaliente, “La Lagañosa” los distingue bien. Los escucha y se sienta a esperar el cortejo. Cruza sus manitas en son de espera y llegando el cortejo fúnebre, ella se integraba al dolor de todos los familiares y se mete al templo a escuchar la homilía. Ella sabe si la homilía es rutinaria o es consoladora del espíritu de los dolientes. Su sentimiento humano es superior al canino.
Parodiando al pensador francés Voltaire, “La Lagañosa” desde que conoce a los perros quiere más a su amo.
Luego con zapatos, recién lustrados, entramos a la asamblea CD de la AECZ en la ciudad de Ojocaliente, Zac.