POR JUAN JOSÉ LAFORET HERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE LAS PALMAS DE GRAN CANARIA (LAS PALMAS).
Son rótulos que nos deben acercar, en resumidas cuentas, al ser y sentir de una comunidad, y a través de ellos surgirá la misma identidad de la colectividad que aquí ha transitado a través de los siglos, y sigue esperando el mañana, y el otro…
Un domingo luminoso, primer día de diciembre de 2024, nos reunimos en Agaete para inaugurar el nuevo nombre que se le ha dado a una hermosa, sugerente y diría delicada calle agaetera. Un acto mucho más trascedente que la mera rotulación, con nombre propio, de una vía que protagoniza muchos de los pasos cotidianos de esta Villa.
Y es que los rótulos de las calles son páginas, y en casos auténticos capítulos, del libro de la historia de una ciudad, de un pueblo, de una villa. En su conjunto pueden, y deben, representar y hablarnos de su historia y de su presente, de sus gentes y de quienes los miraron con hondo afecto, de sus eventos más sobresalientes, o de los que tuvieron alguna incidencia notable. Son rótulos que nos deben acercar, en resumidas cuentas, al ser y sentir de una comunidad, y a través de ellos surgirá la misma identidad de la colectividad que aquí ha transitado a través de los siglos, y sigue esperando el mañana, y el otro…
Ante ello sólo cabe ahora proclamar una cosa: este domingo ha sido verdadero día festivo y grande en Agaete, pues con el rótulo que se descubría se ha acertó de pleno, se ha saldó una deuda pendiente y se ha abrió una página que interesa y conforma la historia de la Villa, y de toda la Gran Canaria. ¡Será ya un rótulo indefectiblemente insustituible en el devenir urbano de Agaete!
No tengo duda que el mismísimo Tomás Morales, su espíritu eternamente aferrado a su cercano paraíso del Huerto de Las Flores, se suma a este evento y nos susurra aquellos versos de su poema ‘La campana al vuelo’ -o ‘El bronce de la raza’que fue su título en aquel certamen-, que mereció la ‘flor natural’ en los inolvidables y evocadores Juegos Florales de 1910, «Y su clamor tremante que un anatema encierra, / lo oyó, el sabio, en el seno de sus cuidados graves; el labrador, curvado sobre la madre tierra, / y el nauta, en el peligro de las cóncavas naves. / También lo oyó el poeta; y a su gigante arrullo se incendiaron sus iras en un rubor violento, mientras atravesaba los campos de su orgullo / una saeta aguda como un remordimiento…»
Unos versos que su amigo Alonso Quesada, que entonces sólo contaba con 24 años y una carrera de escritor que apenas empezaba, ahora tendería a responder con algunos suyos del poema ‘El zagal de gallardía’, que obtuvo el segundo premio de esos mismos Juegos Florales,
Hoy se rotula entre versos, y la memoria de los poetas hecha paisaje, una calle que, al decir poético de Agustín Millares Sall, quizá fuera hasta ahora «la calle ausente todavía», pero que a partir de estos instantes tan sobrecogedores para el espíritu que nos envuelve y acoge, no será tuya ni mía, pues «Habrá de ser compartida. / Calle de todos será».
La calle, como la Villa, es sobre todo un ‘paisaje del alma’, como lo entendía el propio Miguel de Unamuno que presidiera aquellos Juegos Florales y honrara a ambos poetas, y que tituló así ‘Paisajes del alma’, un libro de artículos y crónicas donde también habla de Canarias, de los reinos de Fuerteventura, de la misteriosa Atlántida. Y un ‘paisaje del alma’ agaetero se me abrió, poco a poco, mientras descendía de Tamadaba, a trompicones, en la preparación de una carrera que llevo desde hace años en mi alma, la Tamadaba Trail, que, personalmente, me conduce siempre, y ante todo, a un encuentro conmigo mismo, en la más hermosa de las metas, la blanquísima escenografía agaetera y el azul de su mar.
Y cuando poco a poco, allá abajo, Las Nieves y su negra playa, surgían a borbotones, o al correr junto a la encarnada silueta de esa sustantiva e identitaria mansión solariega junto al barranco, bastión de huertos, cultivos y exóticos frutales, donde nuestro reconocido y respetado artista Pepe Dámaso encontró la mejor escenografía existente para la película que basó en la obra teatral de Alonso Quesada ‘La Umbría’, publicada en Madrid en 1922, «un verdadero poema dramático, con fantasmas y presentimientos a lo Maeterlinck», como señalaron los profesores Artiles y Quintana (1978), tuve ya todo el rato el presentimiento de llevar de la mano a este poeta, que desde la atalaya de Berbique parecía repetirme aquellos versos suyos de «¡El puerto de Las Nieves, solitario y lejano, / junto a unas rocas negras!… / Hace ya muchas horas que, en extraordinaria narración, nuestros ojos / vieron delineadas estas montañas brujas…». Y luego, medio perdido entre los callados del barranco, casi a la vera de la Villa, escucharle como me reiteraba los versos que dedicó a su otro amigo y compañero de generación, Saulo Torón, «¡El silencio de noche en mi pueblo / se siente de otro modo! / Él ha salido del fondo de este mar, solemnemente, como un hondo secreto…».
Pero horas antes, en el esfuerzo de la subida por Los Berrazales, El Sao y El Hornillo, con Agaete a mi espalda blandiendo su blanquísima pañoleta, en un «hasta luego, vuelve pronto de los pinares», ya mi mente se debatía por entender mejor el por qué Alonso Quesada dedicó a Tomás Morales unos versos, bajo el título ‘El Balance’, que quizá en su apariencia son más prosaicos, pero en su sustancia son la proclama de un drama hondo que condiciona toda su vida. Mas, al contemplar la ruda y subyugante belleza de aquel paisaje agreste de riscos, peñas, escorrentía y pinares, frente al enhiesto molino de El Sao, comprendí como ante su amigo, ante su compañero de versos, hace «balance vital», aunque también lo proclama a la isla entera; y lo hace ante «Ellos, que no toleran la indiferencia mía». Y parece hablarle a Tomás, con versos de oración cotidiana, cuando eleva otros que me venían a la memoria al entrever el macizo de Tamadaba: «Y mi alma, tiende sobre el mar dorado/ una esperanza de mejores tiempos,/ en ese instante en que las cosas todas/ por demasiado ciertas nos engañan…»
Palabras emotivas entre tres amigos que hicieron versos, que compartieron un maravilloso lino de sueños, hecho velamen de la más poética nave que ha surcado la literatura grancanaria, que vivieron un orbe que los trascendió y se convirtieron en ineludible santo y seña identitaria de la Gran Canaria en el siglo XX, y aún hoy lo son más de cien años después. Un homenaje que fue todo un reencuentro de tres poetas con una Villa, Agaete, donde moldearon un maravilloso parnaso poético atlántico.