
POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
(Pragmática o cédula -fechada el día 22 de mayo de 1545- para que los diezmos fuesen pagados antes de hacer la partición de los frutos recogidos)
El rey Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico era hijo de Juana I de Castilla y de Felipe el Hermoso, nieto por vía materna de los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, y por vía paterna nieto del emperador Maximiliano I de Habsburgo y María de Borgoña. Que se conserve desde hace 480 años un documento tan destacado por las personas que en él intervienen hace del mismo una joya literaria.
Además, la carta incluye la disposición que el rey Alfonso X el Sabio había hecho pública en el año 1293 de la Era Hispánica, que corresponde al año 1255 de nuestra vigente Era Cristiana. Es de imaginar a aquellos tres o cuatro monjes del Monasterio benedictino de San Pedro de Villanueva (Cangas de Onís) reunidos escuchando atentos la lectura que el escribano de cámara de su católicas majestades había redactado en la fina letra gótica del siglo XVI, caligrafía con rasgos que facilitaban las ligaduras, los bucles y los envolvimientos.
Se habían levantado a las cinco de la madrugada y, tras los primeros rezos comunitarios de maitines, media hora después, se dirigieron directamente a la sala capitular. No desayunaron. Los puritanos moralistas de la época estaban en contra de romper la frontera entre la noche y el día con una comida como el desayuno, lo consideraban como una debilidad innecesaria. Esta pequeña comunidad respetaba las normas de forma habitual y sólo se permitían un frugal desayuno en ocasiones importantes, tales como en la Pascua de Resurrección y sus dos días siguientes, el día del señor san Pedro, como titular del monasterio y pocas veces más, como podía ser la visita de algún personaje notable al que deseaban agasajar de modo especial.
Presidía la reunión uno de los más conocidos abades que tuvo el cenobio, fray Juan de Velorado, que había llegado un año antes procedente del muy famoso monasterio de Cardeña, en Burgos, abad al que se le atribuye el haber prologado, retocado, refundido y editado una crónica sobre Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, sacada de la Crónica General de Castilla.
Fray Juan les dio un avance sobre el tema que debían debatir y acordaron que, después del rezo de Laudes, a las siete cuarenta y cinco, se reunirían de nuevo.
El mayordomo Benito de Coviella, que estaba de semana, hizo sonar la campana del claustro, pero el pequeño grupo ya estaba en la sala desde hacía algunos minutos, incluso el hermano cocinero Bartolomé Collía, que siempre andaba muy ajustado de tiempo. Aunque había poca luz, en la pared del fondo, sobre el estrado central, se apreciaba una humilde metopa de terracota, en la que podían leerse las tres palabras que componían la regla monástica de san Benito: “Ora et labora” (ora y trabaja).
Francisco de la Cuesta y Estrada -un joven novicio que había estado trabajando en 1541 para los señores de Nevares, tanto en la reedificación de la capilla palatina como en el propio palacio- aseguraba que el nombre de su concejo de Parras (hoy Parres) procedía etimológicamente del Pharres de la familia de Absalón -para confirmar sus sospechas él citaba siempre a la Biblia, con o sin razón, mientras son hermanos de comunidad reían sus ocurrencias- acercó una vela de cera de abeja, aunque su llama no era lo nítida y constante que se requería para la ocasión, pero al aceite de ballena, destinado a los lampadarios, aún le quedaban dos siglos por llegar a Villanueva, casualmente de la mano de un enfermo de lepra que, equivocadamente, arribó al lugar y no a la probable malatería de San Bartolomé, próxima a Las Rozas.
Fray Juan de Velorado, que de letras sabía mucho, abrió el documento que les había remitido el escribano de cámara de sus cesáreas y católicas majestades. En efecto, nada menos que el rey Carlos I de España y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se interesaba por un asunto menor de este lugar remoto de las Asturias de hace cerca de medio milenio.
Con voz solemne comenzó a leer: “Don Carlos por la suya clemencia Emperador muy augusto de Alemania, y Dña. Juana su madre y el mismo Don Carlos por la gracia de Dios, reyes de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Ulm…” (al observar la cara de extrañeza de sus monjes, el abad les hizo saber que Ulm era una ciudad alemana donde se había comenzado a levantar una catedral que intentaba tener la torre más alta del mundo, puesto que un peregrino alemán, de camino a Santiago, le había informado, dos años antes, de que la torre ya había llegado a los cien metros de altura y que, en el futuro, sería mucho más elevada, como así fue).
Esta interrupción obligó al abad a reiniciar la lectura documental desde el inicio y, prosiguió leyendo: …“Reyes de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas de Canarias, de las Indias, islas e tierra firme del mar océano, condes de Flandes e de Tirol, etcétera.
A vos el Concejo, a los regidores e vecinos de la villa de Villanueva, salud e gracia. Sepades que Pedro Morán, en nombre del abad y conventuales del monasterio de san Pedro de la dicha villa, nos hizo relación diciendo que el dicho monasterio es parroquia e como tal lleva los diezmos que los parroquianos deben e son obligados a pagar, los cuales diz que alzan e recogen el pan del montón antes que paguen el diezmo, a cuya causa no diezman según e como deben…” Fray Juan siguió leyendo durante casi quince minutos más, incluso el enrevesado texto que -como un documento dentro de otro- recogía el de Alfonso X el Sabio, de 1255, en el cual se disponían normas sobre el mismo asunto, para así reforzar la autoridad de la nueva Carta pragmática del emperador Carlos.
Hubo un silencio. El abad les observó unos instantes, pero ninguno dijo nada. ¿Habéis entendido bien lo que quiere decir?, les preguntó. El joven Francisco -novicio en el convento desde hacía sólo veinte semanas- se atrevió a preguntar qué era eso de “coger el pan del montón no diezmando como se debe”.
El abad de San Pedro de Villanueva dejó reposar los documentos sobre la tosca mesa, sonrió y les señaló que ya eran las 8,30 de la mañana, el tiempo del trabajo, limpieza, cocina, ayuda a los criados en sus tareas con el ganado, con el huerto, etcétera. La respuesta a Francisco debía esperar unas horas. A las 11 sabían que era la misa conventual, esta vez en la capilla de Sta. María, en el ábside de la nave izquierda, que sería ofrecida por el rey don Fruela y su esposa doña Menina. En el refectorio, para el almuerzo, estaban citados siempre a mediodía.
Comieron -en silencio- un plato de verduras y carne guisada, con un postre de manzanas asadas de la cosecha del año anterior. Después, entre las 12,45 y las 14 horas, tenían descanso. Quedaron de reunirse de nuevo a las 14,15 horas -esta vez en el ala sur del claustro alto- pues estaba un muy agradable día de final de primavera y, en esa zona, la brisa del nordeste se agradecía. Para esa hora Francisco ya se había informado sobre lo que era “coger el pan del montón” pero, por no hacer de menos a su superior, nada dijo y escuchó con atención al abad.
Éste les contó que -como ya sabían- dentro de la obligación de entregar a la iglesia o al rey la décima parte -en especie- de todos los frutos de la agricultura o ganadería obtenidos por el que debía tributar, se había detectado cierta picaresca consistente en recoger ese diez por ciento en la casa de cada uno, o de noche, o sin el control de otros, de forma que algunos entregaban menos de lo estipulado.
Tanto el documento del emperador Carlos -como aquél que reafirmaba esta obligación de diezmos, dictado por su antecesor Alfonso X- obligaban a “todos los concejos de todas las ciudades, villas e lugares e aldeas” a cumplir con el deber de entregar esa décima parte de sus bienes.
Es curiosa la base en la que se fundamenta la ley, puesto que dice: “Nuestro Señor JesuXpo es rey sobre todos los reyes, y cuando le quisieron tentar los judíos Él les contestó que debían de dar al César sus derechos y que de Él tienen el poder de hacer justicia en la tierra (…) siendo el diezmo deuda que debemos dar a Nuestro Señor (…) que nadie de él se puede excusar”.
Entre muchas otras afirmaciones, señala el documento que “incluso los moros e los indios e los gentiles, que son de otras leyes y no conocen la verdadera fe, dan los diezmos derechamente”. Justifica que son para las iglesias, para cálices, cruces, vestimenta, libros, campanas y sustento de los Obispos de Xpiandad (usaban en los documentos la letras Xp, crismón que representa el anagrama de Cristo. Así vimos más arriba que para escribir Jesucristo ponían JesuXpo y, aquí, Xpiandad por Cristiandad, que viene de las letras griegas X P, sobrepuestas o entrecruzadas, significando Cristo=Ungido; a veces se acompañaba con las letras alfa y omega, primera y última del alfabeto griego clásico, símbolos que ya representaban a Cristo en el Apocalipsis, como principio y fin de todas las cosas. Las mismas letras que penden de la Cruz de la Victoria, símbolo y escudo de Asturias).
En resumen, que nadie podía coger en las eras y campos la cosecha si no seguía las normas establecidas, a saber: Tañe la campana tres veces. Acude el diezmero, persona que solía ser elegida por los vecinos para recoger los diezmos, al que nadie puede amenazar, ni perseguir, ni herir por demandar su derecho. Antes de que ninguno “se atreva a medir ni coger su montón de pan que tuviera limpio en la era”, será el diezmero quien lo haga. Éste recogerá la décima parte, siempre de día y a la vista de todos.
Y si alguno quebranta la norma, deberá pagar doble diezmo, uno para el obispo y otro para el rey. “Diezmo del montón”, o sea antes de coger cada vecino lo que le corresponde de esa cosecha o montón, se saca la décima parte para la iglesia. El mayor castigo para quien no lo cumpliese era la pena de excomunión, terrible para las gentes de aquellos siglos oscuros.
Aún faltaban casi trescientos años para ver finalizado este pago en especie de “diezmos y primicias”. En la primavera siguiente -ya en el año 1546- encontraremos al parragués Francisco de la Cuesta y Estrada a punto ya de jurar el cumplimiento perpetuo de sus votos monásticos (obediencia, castidad y pobreza), e impartiendo una breve lección a los lugareños en el campo exterior del monasterio -cerca de la cabecera triple de la iglesia- la cual muestra numerosos canecillos exhibiendo sus variadas formas, tales como rollos, cilindros, bolas, fauna, figuras humanas y hasta caricaturas.
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