PANEGÍRICO DE “FUERA DE PROGRAMA”, DE ALBERTO MARTÍN BARÓ. 16 DE AGOSTO DE 2013, EN EL ESPINAR
Ago 17 2013

POR APULEYO SOTO, CRONISTA OFICIAL DE BRAOJOS DE LA SIERRA Y LA ACEBEDA (MADRID)

Alberto Martín Baró durante la lectura en la concentración. / Foto Pedro Merino
Alberto Martín Baró durante la lectura en la concentración. / Foto Pedro Merino

(El presentador lee y declama de pie, moviéndose desde la tribuna hasta el patio de butacas del auditorio y haciendo guiños a unos y otros, para meterlos en el asunto al que han sido convocados)

No es este pobrecito hablador –Apuleyo Soto Pajares- el telonero de lujo que se merece Alberto Martín Baró, aquí en la mesa presidencial presente con porte magistral de cuerpo y alma, pero se hará lo que se pueda. Gracias le sean dadas a esta Casa del Pueblo abierta, cordial y festera como una plaza de toros, en la que nos vamos a entretener unos instantes, desentrañando un libro de ensayos breves y jugosos.

Vengo para ello a torear ante ustedes, respetable público, con una muleta de papel volandero; vengo a lidiar a un miura de las Letras Españolas Contemporáneas. (Casi me sale…de los largos y lujosos Expresos Europeos. Perdón por la hipérbole.

Yo estaba “fuera de programa” en este acto, y sin embargo, el editor de Oportet, Emilio Pascual, segoviano ilustre, que ese sí que es grande, sabio y calvo, porque la cabeza le ha despejado el entendimiento, Emilio Pascual, digo, Premio Lazarillo de Literatura Infantil Juvenil, me cedió los trastos de la presentación oficial del texto que nos reúne aquí y ahora. Y al que, con vuestra venia y la del autor, doy carta de representación teatral.

La cosa fue como sigue.

Andaba yo como un Livingston cualquiera o, mejor, como un arcipreste serrano y poético por las Cumbres del Guadarrama en busca de las fuentes del Cega ciego, ahí al lado, en el Puerto de Navafría, con un pie en la provincia de Segovia y el otro en la Comunidad de Madrid, cuando me vibró el móvil con ese cri cri cri ridículo y característico de los grillos en verano:

-Que soy Alberto, Apuleyo. Que si tendrías a bien dar el pistoletazo de salida de mi último libro en El Espinar, donde resido. Sería un orgullo para mí.

-Pero bueno, repuse. Déjate de bromas, el orgullo sería mío en todo caso. Cuéntame.

-Te cuento. He agavillado mis colaboraciones literarias de tres años atrás y me ha salido un tomo precioso. Lo tengo entre manos. No es broma. Es verdad. Y quiero que me lo presentes.

-¿Cuándo?, inquirí.

-El día de San Roque, el 16 de agosto, a la caída del sol crepuscular.

-Excelente fecha para los que no nos tomamos vacaciones. La tengo libre. ¿Pero por qué yo?

-Porque el Editor de Oportet me ha dejado tirado. Que se ha ido a Évora, en Portugal, chico. ¿Qué hago yo solo ante el alcalde, los concejales y una multitud de espinariegos ansiosos y esperanzados de escucharme? ¿Cómo me los maravillaré sin tu presencia encantadora?

Entonces le confirmé que sí, que muy bien, que le echaría unas palabras en el salón de plenos del ayuntamiento, algo parecido a unas migas de pan como las que iba repartiendo Pulgarcito por el bosque para no perderse, y así no se perderían tampoco sus lectores cuando tuvieran que volver a la vida corriente después de andarse y evadirse por la selva de sus páginas, casi trescientas, las trescientas de un “Laberinto de Fortuna”. Al final todo papel, celulosa. Y toqué madera. Yo ya había echado un ojo al vademécum ejemplar en internet.

Su voz telefónica, entrecortada por los pinos de la Sierra, pareció sonreírme a distancia

-Sí, ya sé que amas, porque te gusta, la literatura infantil; a mí también. Haremos buena pareja sin duda. ¿Te animas?

– Te he respondido afirmativamente, Alberto, le recalqué.

El elogio me había subido la biliburrina, que no sé qué cosa es, pero suena elegante. Aún así le mostré algunas reservas:

-Oye, que tu libro es para hombres cultos, Alberto, y temo no quedar a la altura.

-No, no, qué va, me respondió; es para todos los públicos y edades. En realidad mi libro es para niños hechos y derechos, y añadió: Es para aquellos que no hayan perdido la inocencia, ni el apetito de saber, ni las ganas de mejorarse en valores. Basta que les aguijonee la curiosidad, ese don innato en la naturaleza.

-Bueno, siendo así…

-Así es. En él confieso que he vivido. Hablo de economía y de política, de lengua y fabla, de lectura y escritura, de bellas y no tan bellas artes, de piropos y paisajes, de guerra y paz, de viudas y abuelas, de aldeas y ciudades, de náufragos e islas, de perspectiva y de cocina, de justicia e injusticia, de periodistas amados y de cuentistas afamados…y hasta de tecnología y sociología más o menos.

-Ya, ya, si te conozco casi a fondo, le insistí; si sigo tus artículos, si consiento contigo, si…qué me vas contar a mí que yo no sepa de ti y de tus obras y familia, que me desayunaba con los breves de tu tío en el YA y en El Norte de Castilla, el inconmensurable Francisco Javier Martín Abril, que en cuatro líneas me daba los buenos días, como tú ahora, aunque sólo los miércoles.

-¿Entonces, aceptas?

-¡Qué pesado, Alberto! ¿Y cómo no?

Tuve que repetírselo tres veces, que ya es dar la nota. No podía creérselo y me daba la impresión de que estaba más nervioso que un autor novel, él, que nos ha deleitado con títulos como El cuaderno de San Rafael, El cuaderno de El Espinar, Apuntes al oste de Guadarrama, Tiempo de respuestas. Sobre el sentido de la vida y Cómo hablamos y escribimos, un florilegio verbal, sintáctico y gramatical de consulta necesaria.

Pero eso les pasa a los grandes y modestos, que escriben una obra nueva porque la anterior les dejó insatisfechos, y siguen y siguen cultivando el género, como unas Penélopes tejedoras o unas arañas infatigables, y pulen y pulen el idioma hasta sacarle todo su jugo y juego, con el temor de no acertar. Lo mismo que a los toreros. Lo mismo que a este su seguro servidor.

Por ahí íbamos en la conversación telefónica, cuando a mí me entró el telele, el yuyu, el acojone., Aceptar una invitación de tal calibre, detrás de las tablas del albero resultaba bonito y satisfacedor, pero ¿qué hacer ante el miura, bragado y meano, nada corniveleto, que se me había venido encima? ¿Lograría darle algunos pases marciales, templarle, cuadrarle, sacarle todo su trapío, exponer el enjundioso contenido de su libro, derramado en una prosa silenciosa, casi íntima, llana y cuajada? ¡Menudo toro negro, fino, zaíno, con casta y clase, aforrajado en las dehesas de Miñón, Guadarrama y Santillana, tenía que lidiar! Pero ya estaba echada la suerte. No podía desdecirme. (A estas alturas del discurso aún siento miedo, haré lo que pueda, estoy haciendo lo imposible, pues él me supuso el valor y ustedes me lo consienten. Aquí vine, aquí estoy, Me aprieto los machos y sigo. No debo defraudar tampoco a esta plaza que está llena a rebosar.

-Mira, -continuó Alberto al teléfono, aunque los árboles del Puerto de Navafría no me dejaban oir su voz con nitidez-. Ana San Romualdo, de El adelantado de Segovia, me ha prometido asistir, y ya sabes de su amor por la literatura. Nos hará una Crónica en El Adelantado. Tú eres el enlace perfecto conmigo, la verónica al aire del quite. No me falles, ya sé que no te he propuesto una falla para tirar cohetes. Espolvorea en el ruedo de la presentación los sintagmas como te dé la gana y yo hago el resto callado escuchándote. ¿Te parece? Sé que vas a quedar brillante, me vas a cortar las dos orejas.

-Muy bien, hombre, don Tancredo. A lo hecho, pecho.

-No te excedas. Dos pinceladas y nada más, me aconsejó.

-Lo que gustes. Pero una cosa, Alberto, prométeme que no te enfadarás conmigo y que nuestra amistad permanecerá impoluta como una patena. Es que no quiero ni hacerte la rosca, ni despellejarte, pero si noto algún fallo en el libro te lo haré notar, ¿De acuerdo?

-De acuerdo, hombre. Para eso estamos.

La llamada telefónica debió de costarle un montón de euros al escribidor escurialense de El Espinar, pero como es generoso y amigo de sus amigos, seguro que no le importó.

-Todo sea por la cultura, me selló al fin y a la postre, cual gustaba de repetir ingenuamente Fray Gerundio de Campazas en sus alambicados sermones transcritos por el Padre Isla.

-Vale. Pues eso: labios libres.

Y cerramos la conversación. Al cri cri cri grillero del móvil le empezó a sustituir el canto de los pájaros, que habían permanecido a la escucha, como vosotros ahora, gracias, pensando que algo grande estaba sucediendo. Y así era.

El libro “Fuera de Programa” lo único disuasorio que conlleva es el título, porque resulta todo lo contrario que insinúa. A mi ver y entender, sólo a mi ver y entender. De fuera de programa, nada. Lo lleva dentro todo. ¿Razones? Está redactado pulcramente con las experiencias y las enseñanzas de la madurez, es sereno y amable, irónico y ambiguo como la literatura fantástica y real conjuntas, se bebe igual que un vaso de agua o más bien un vaso berceano de vino verdejo blanco Nieva, posee enjundia y vacile, sabor, olor, calor y color local y universal. Cada línea refleja un pensamiento, cada diálogo es partero en la usanza socrática o platónica, y en cada párrafo derruye la torre de Babel para que le entendamos con la transparencia del cristal.

“Fuera de programa” encierra las virtudes de “Cómo hablamos y escribimos”, fruto elaboradísimo de su dedicación a los diccionarios con Salvador Caja y de su condena vital a galeras –galeradas- en el mundo editorial de Miñón, Álvarez y Santillana, pero también algunas otras más: Canta a la amistad, desentraña la sociedad civil, se enfrenta a nuestra época con lucidez, analiza la vida en pareja, muestra amor al terruño o se explaya en la luz limonera de un membrillo y sus poderes vitamínicos. Y todo ello, en tan variados temas, sin salirse de una elegante cordura, de una sofrosine portentosa, de un dominio de la idea y del idioma cuya maleabilidad envidio y que es causa del placer fruitivo del lector.

Déjenme abusar de su complacencia unos segundos más, y termino. Lo haré en verso:

Alberto Martín Baró,
varón barón de escuela,
tu enseñanza no es vana,
tu letra no es pequeña.
Colocas bien las tildes
justo donde se espera
y continuamente
marchas a nuestra vera,
maestro, pedagogo,
dictándonos las reglas
del buen comportamiento
en esta vida seria.
Que la vida iba en serio
lo dijo Gil de Biedma,
pero tú lo suscribes,
lo matizas y elevas
en un lenguaje bello
sin borrar nada de ella.
Nos quedamos después
de leerte, a sabiendas
de que un ángel vidente
nos subió a las estrellas,
nos hizo más mejores,
nos dio alas de veras,
nos consoló y abrió
a la lucha perpetua
contra las ignorancias
y las inconsecuencias.
Descansa, buen amigo,
has dejado ya huella.
Es “Fuera de Programa”,
una lección excelsa.
Anda, dedica y firma
cuanto se te ofrezca
después de que se acabe
esta corrida fiesta
cultural por demás,
deleitosa y amena,
que sé que los oyentes
te van a aplaudir, fiera,
fierecilla domada
que sabes lo que cuentas
por vivido y leído
en cien enciclopedias:
las del paseo al monte,
las del despacho ciertas,
las del amigo sabio,
que andando te conversa,
las de los bares,
las de la prensa,
las de las ondas
que vuelan, vuelan…,
las del Lucrecio aquel
de la naturaleza,
que escribiera de Roma
pensando, ay, en Atenas,
las de Horacio y Hesíodo
de las odas serenas,
¡oh trabajos y días
Inclinado en la mesa!,
las del dulce Virgilio
cultivando la tierra,
las del Dante y Petrarca,
por Venecia y Florencia
recordando en sonetos
beatrices inmensas…,
las de Góngora y Lope
con Cervantes a cuestas…
He llegado al final;
si son cien o trescientas,
cual las del Laberinto
de Juan de Mena,
que lo diga el Maestro,
que el vate se sienta.
¡En pie, espinariegos!
Es la mejor respuesta
un aplauso rendido
a quien tengo a mi diestra.

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