POR ALEJANDRO GARCÍA GALÁN, CRONISTA OFICIAL DE PEÑALSORDO (BADAJOZ)
Chillón, en donde está ubicado el ruinoso caserío de Las Cábilas, con la aldea de Los Palacios de Guadalmez o simplemente Guadalmez, fue un municipio perteneciente hasta 1833 al llamado por entonces Reino de Córdoba, cuando el motrileño Javier de Burgos divide España en provincias, por Real Decreto del 30 de noviembre de ese mismo año, en las provincias actuales, salvo el caso de Las Palmas -que se crea en 1927 con Primo de Rivera-, en ese momento se incluye Chillón con su aldea en la recién creada provincia civil de Ciudad Real. (En 1927 la aldea de Guadalmez alcanza el título de villa independiente de Chillón). Hasta aquel año, 1833, el término municipal de Chillón formaba como una especie de cuña incrustado por un lado entre la provincia de La Mancha, con Almadén como localidad más próxima; por otro lado con la provincia de Extremadura -más concretamente la Baja Extremadura-, que pasará a nominarse a partir de esa fecha provincia de Badajoz, con las poblaciones más cercanas de Capilla y Peñalsordo; y por último, su limitación con otro término municipal del propio Reino de Córdoba, el de Santa Eufemia, que pasará a llamarse ese mismo año provincia de Córdoba.
Si hacemos esta sencilla descripción geográfico-histórica es por situar al curioso lector que se acerque al conocimiento de un territorio sumamente rural y agreste en el que hoy en día se conservan las derruidas casillas, que un día fueron habitadas por unas 20 familias, casi todas de “el Pueblo” como sinónimo de Peñalsordo, entre las que se encontraba la mía; que en la actualidad tan sólo son ruinas desperdigadas donde crecen eriazos y en las que no hace tantos lustros existió una vida muy activa e intensa, de la que yo mismo formé parte durante 6 años (1950-1956) conservando recuerdos, sí, imborrables, de aquel tiempo, propios de un chaval de entre 8 y 14 años que es cuando el ser humano “despierta” a la vida.
1. MIS PRIMEROS AÑOS DE INFANCIA EN PEÑALSORDO, LAS ALISEDAS Y EL PERALEJO (CHILLÓN)
Mis primeros cinco años transcurrieron íntegramente en el pueblo donde nací, Peñalsordo, en la Baja Extremadura (Badajoz). Con esa edad me llevaron a vivir por cortas temporadas hasta una finca del término municipal de Chillón (Ciudad Real), conocida con el nombre de Las Alisedas de Arriba, rodeado de personas dedicadas en su totalidad al cultivo de cereales de secano (cebada, avena y trigo) y al ganado, todas ellas como arrendatarios. La finca, a la sazón, pertenecía a la viuda de don Juan Nieto (rico terrateniente natural de Talarrubias), quien pasaba sus días entre la propia finca, con una espaciosa y hermosa casa blanca de dos plantas, y su confortable vivienda de Almadén. Muchas de aquellas personas allí asentadas eran próximas entre sí y a mi familia; bien por parentesco, bien por orígenes peñalsordeños. En Las Alisedas permanecimos, si bien no continuos, aproximadamente 3 años; más tarde, mi padre siguió algunos más cultivando aquellos campos arrendados de secano, pero este trabajo se simultaneaba con los terrenos propios de El Peralejo y del “Pueblo”. Cuando ya había sobrepasado los 7 años, mis padres optan por trasladarse de finca al haber comprado anteriormente (1947) unas acciones o participaciones, y ser por tanto copropietarios, en el otro extremo del mismo término municipal de Chillón. Esta otra finca recibía y recibe el nombre de Peralejo de Arriba o de Chillón, ya que existe otra gran dehesa con el mismo nombre y que se conoce con el apelativo de Peralejo de Abajo o de Guadalmez, por estar ubicada en jurisdicción de este pueblo. Ambas fincas son colindantes y en origen pertenecieron a una misma familia procedente de Talarrubias pero con casa también en Chillón, los Márquez de Prado. Los Peralejos es un territorio bastante rocoso y abrupto, a diferencia de Las Alisedas que suele ser más asequible y llano.
Mi llegada a Las Alisedas supuso efectivamente un “cambio de paisaje” respecto al visto en Peñalsordo, cuyo entorno eran calles más o menos largas, casas de dos plantas con su cámara o doblado, iglesia y ermita, la plaza principal con su fuente, y mucha gente por la calle, algunas conocidas, otras desconocidas; y como fondo altos peñones, así, el Peñón del Pez -bien visible en todo el pueblo-, el de la Tía Luisa, Peña la Graja, los Agallares y el Torozo; en la finca hay casas bajas desperdigadas entre sí, entre ellas la nuestra, nuestra casilla, pared con pared de la de los parientes Orencio y María, y Alfonsito con el que jugaba; y un caserón central con otras dependencias adosadas, encalado de blanco con un gran rótulo en cerámica pegado a la pared con el nombre de Las Alisedas -era la casa de la dueña y junto a ella la del guarda y la del chófer-. No lejos de la casa, un gran pilar con agua donde se abastecían las caballerías y varios pilones contiguos que se comunicaban y servían a las mujeres para lavar la ropa familiar. Las personas que en aquellos parajes contemplaba yo, si bien la mayoría eran de nuestro mismo pueblo, como dije, suponían un descubrimiento para mí, salvo, obviamente, mis padres (Ángel y Apolonia), hermana (Palmira), abuela (Martina), tíos maternos (matrimonio Daniel y Enriqueta) y primos (Consuelo, Daniel y Carmen). Y cuando en ese mundo que iba conociendo poco a poco e insertándome en él, un día partimos con los mulos por el camino hacia Chillón, y atravesando esta villa, llegamos hasta nuestro nuevo destino en el mismo término municipal, El Peralejo.
2. La finca de El Peralejo de Arriba o de Chillón: Llegada de los peñalsordeños
A comienzos del pasado siglo, una docena de familias jóvenes con sus hijos muchachos, llegan para descuajar y más tarde cultivar una finca de casi 700 Ha. de monte. Lo hacían en calidad de arrendatarios pero con derecho a compra. Todos procedían de Peñalsordo. Su nombre, el nombre de la finca, Peralejo y Sotogrande, más tarde Peralejo de Arriba o de Chillón y posteriormente se la conocería por Las Cábilas.
Había otra finca en su lado poniente llamada Maniantivos y Batanejos, conocida después como Peralejo de Abajo o de Guadalmez, ambas fincas pertenecen en ese momento al término municipal de Chillón (será en 1927 cuando Guadalmez, se ha dicho, adquiera el título de villa independiente de Chillón, quedando un Peralejo en la parte chillonera y el otro en la guadalmiseña). El mismo año que estalla la guerra civil, 1936, los peñalsordeños quieren hacen valer sus derechos y comprar la finca, pero no será hasta 1947 cuando se lleve a efecto y se haga la escritura de compra-venta entre el entonces propietario don Fernando Márquez de Prado y Mendoza, soltero, abogado y vecino de Talarrubias, y varios de los arrendatarios de ese momento con otros nuevos añadidos que pasan a ser también propietarios; entre ellos varios hijos de los primeros arrendatarios, que se habían hecho mayores y estaban casados. La finca se irá pagando religiosamente en parte por el picón y carbón sacados de las piconeras y carboneras a través de tanto árbol y arbusto como había en esta finca llena de maleza y de nivel desigual. Picón y carbón que transportaban en caballerías hasta la próxima estación de ferrocarril de Chillón para su posterior exportación a las grandes ciudades. Los cabeza de familia que decidieron “buscar fortuna” en El Peralejo -otros individuos de la comarca lo harían marchando hasta la Argentina por aquellos años- fueron entre otros:
– Ignacio Zarcero – Agustín Redondo
– Francisco Redondo – Manuel García
– Candela (varón) Muñoz – Guillermo Fernández
– Ricardo Chamorro – Gregorio Díaz Salazar
– Pascual Bailón …
Cuando el notario de Almadén, don José Palop Fillol, da fe de la escritura de compra-venta el día 7 de noviembre de 1947, el vendedor es el antes citado don Fernando Márquez de Prado y Mendoza, por un lado, que había adquirido la finca por herencia, y los compradores de la finca son los peñalsordeños:
– Joaquín Redondo Salazar, Jacinto Redondo Muñoz, Eugenio Naharro Ruiz-Roso (éste de Chillón), Luis Mora Ruiz, José Almena Corral, Ángel García García, Apolonio Fernández Tejero, Benito Muñoz Tejero, Valentín Babiano Pimentel, Marcelino García Carrasco, Guillermo Fernández Núñez, Manuel Redondo Muñoz, Pedro Pizarro Hidalgo, Ignacio Zarcero Pedrajas y Fidel Redondo Muñoz, añadimos que todos ellos fallecidos. Sus cónyuges se llamaban para la historia o intrahistoria:
– (Petra Zarcero Jiménez, Encarnación Pedrajas Ruiz, María Mercedes Marjalizo Cabrera, Inocencia Pizarroso García, Carmen García Carrasco, Apolonia Galán Mora, Margarita Águila Serrano, Dolores Pedrajas Ruiz, Victoriana García Carrasco, Paula Fernández Tejero, Herminia Tejero Galán, Vicenta Fernández Tejero, Cándida Corral Corchero, María Mora Mayoral y Luisa Gómez Donaire (ésta es la única mujer que permanece viva)). La finca se compra por 133.550 pts. y se divide en 120 partes iguales.
3. LLEGADA DE MI FAMILIA AL PERALEJO
Aunque mi padre compra participaciones o acciones en esta compra- venta de 1947, cuando vivíamos en Las Alisedas, parte de la familia no se cambió al El Peralejo hasta finales de 1949 y principios de 1950. Andábamos entre Peñalsordo y Las Alisedas. Establecidos en Las Cábilas, ocupamos una minúscula vivienda con dos espacios diferenciados: un hogar, que servía de lumbre sobre el “jogarí” (hogaril), comedor, estancia, y a veces suelo donde extender un “jardón” de paja para dormir en él…, y además otro cubículo que servía de dormitorio y troje con tan sólo una ventanilla y una “jornicha”. Era la vivienda que había habitado el predecesor de las acciones de la finca que pasaron a mis padres, además de otra vivienda de parecidas características, solitaria, en un entorno alejado del caserío de Las Cábilas, y que por ello no se podía habitar. El entorno de aquel aposento era todo muy parecido, minúsculas casillas, algunas en línea zigzagueante de una sola planta con bajo tejado de cabios y minúscula chimenea que ahumaba toda la estancia. Al lado de las mismas se encontraban las cuadras para las bestias y también las sajurdas (zahurdas) para los guarros, y los gallineros, recordemos la importancia para la subsistencia de los habitantes del cortijo que tenía la carne de cochino (base fundamental) y los huevos durante todo el año. A decir verdad, había algunas viviendas más amplias, con dos o tres habitáculos que servían a veces de trojes para el grano e incluso un par o tres casas de dos plantas, ocupadas de graneros, excepto una en que sí vivían sus dueños (los Redondo-Gómez), teniendo el granero con sus trojes en la parte alta. Hemos señalado las cuadras, zahurdas y gallineros; pero también hemos de añadir los pajares para almacenar el alimento de los mulos, la paja; y en la calle, algunos rimeros de leña para hacer el fuego o lumbre y calentarse o cocinar los guisos propios en las sartenes y pucheros.
De ahí que la mayoría de las familias tuviese necesidad de más de una casilla. Una curiosidad al respecto, es que ninguna de aquellas casuchas poseía corral; no se piense bajo ningún concepto, en un posible patio. De ahí que las personas tuviésemos que hacer nuestras necesidades más perentorias afuera del entorno poblacional. Tal vez algunos, en las propias cuadras con los animales.
La estancia en este cuchitril descrito más arriba, resultó corta en el tiempo, ya que mi padre había ordenado construir cuando llegamos al nuevo destino a unos albañiles de Guadalmez, si bien procedían de Peñalsordo, los Hidalgo, una casa de dos plantas con dos naves a dos aguas. En pocos meses, comienzos de 1950, los albañiles habían cubierto aguas y rápidamente nos cambiamos a la casa nueva; las bóvedas no serían construidas hasta la primavera de 1955, si bien la cuadra estaba cubierta de un piso de madera, sirviendo de pajar para los animales, a la que accedíamos por una escalera también de madera. Durante esos 5 años transcurridos, la nave del fondo sirvió de cuadra para los mulos y algunos años asimismo de gallinero sobre unos rollos atravesados, dos habitaciones para nosotros y frente a la cuadra se encontraba la cocina; en ésta había dos tacas para guardar los alimentos más perentorios y unas cantareras con un pequeño vasar encima; es decir, la vivienda típica de “toda la vida” en Peñalsordo, de la gente sencilla, pero que a nosotros nos parecía un palacio. Algo que eché siempre en falta en aquella casa, frente a la del pueblo, fue que, aunque teníamos cama de hierro, nunca dormíamos sobre sábanas y sí con mantas; en Peñalsordo, teníamos sábanas, aunque la vivienda que habitábamos en la calle San Ildefonso, 26, también era bastante sencilla.
4. DOS HECHOS QUE NOS MARCARON LA VIDA EN LAS CÁBILAS
Aquel mismo verano del 50 sufrimos dos acontecimientos muy negativos en nuestro entorno; uno directamente familiar, el otro afectó duramente a otra familia del poblado. A mi padre se le murieron los tres mulos que tenía (entonces los mulos era el valor más relevante de una familia campesina, después de los miembros de la propia familia), a causa de haber ingerido hierbas venenosas junto al río Guadalmez en la vega del mismo nombre, cuando mi familia trillaba las mieses de la propiedad que teníamos en esa vega entre Guadalmez y Peñalsordo, lejos de El Peralejo. El otro caso, no comparable al anterior, fue mucho más triste y desgraciado para una familia del lugar, los Babiano García.
Se trató de la muerte, por apendicitis, de un joven del Peralejo, Santiago, con tan sólo 21 años. Aquellas casillas de unas 20 familias como hemos señalado, que rezumaban alegría por todo su entorno a pesar de las penurias, quedaron como paralizadas ante tanto dolor, acrecentado sin duda en sus padres y hermanos. En Las Cábilas por entonces había bastante juventud con ganas de divertimento; también los niños teníamos ganas de pasarlo bien, y en ese ambiente los jóvenes contrataban músicos en los alrededores del cortijo principalmente Almadén y por ello había baile los domingos en una existente aprendiz de plaza, y donde asistíamos la mayoría de la población. Un día de verano a Santiago le dio un fuerte dolor y pensando que era cualquier cosa sin importancia, con los padres ausentes, se esperó que le pasase pronto.
He de señalar que en Las Cábilas carecíamos de agua corriente, luz eléctrica, escuela, taberna, estanco, comercio, de iglesia…, de cura y de médico…, de todo aquello que una sociedad moderna puede demandar.
Cuando la familia llevó al enfermo hasta Guadalmez, la cosa estaba muy complicada, y el médico titular del pueblo, don Antonio García-Bermejo, también de Peñalsordo, buen doctor, lo envió a Ciudad Real. Nunca más volvió; allí mismo en el hospital ciudadrealeño falleció.
Como comprenderá el lector interesado en la historia de Las Cábilas, la noticia supuso un mazazo, no sólo para la familia del finado, que era muy numerosa entre la población cabileña, los García Carrasco, sino para todos los habitantes de aquel misérrimo poblado. Entonces desaparecieron las alegrías, el jolgorio, el bullicio, las risas y la música de los animosos tocaores con sus bailes “agarraos”. Poco antes de estos acontecimientos también mi familia estaba muy afectada negativamente ya que poco tiempo atrás el médico de Peñalsordo le detectó a mi hermana Palmira, una enfermedad cardiológica, que la llevaría en 1955 hasta la tumba. Era la única hermana que yo tenía. Pero como la vida no acaba, queremos seguir enganchados de nuevo a los acontecimientos que siguieron más adelante de la muerte de Santiago. En ese momento mi familia se encontraba en las labores que desempeñábamos en el pueblo, ya que mis padres tenían algunas tierras cerca de Peñalsordo de donde procedíamos como queda reflejado anteriormente, y así, en temporadas de la aceituna, en la recolección de cereales o simplemente en épocas de descanso como la feria, pasábamos mucho tiempo en el pueblo. En esta ocasión así fue y además coincidió con la muerte de los mulos, uno cano, otro negro y un tercero bastante nuevo tirando a colorado. Y otra muerte familiarmente sucedió aquel mismo año de 1950, el 23 de octubre fallecía inesperadamente en su casa de Peñalsordo mi abuela paterna, Juana María García Torres.
5. NUEVOS CONOCIMIENTOS DE PERSONAS Y TOPÓNIMOS
Con nuestra llegada a Las Cábilas tuve que empezar por conocer a nueva gente, aquellas que andaban a mi alrededor y conseguir próximas amistades con los niños y niñas que vivían allí desde siempre en aquellas casillas. Ya sabemos que los niños tienen una gran facilidad para conseguir nuevos amigos. Pronto comencé por saber los nombres de las personas que allí habitaban; obviamente los chicos de mi edad fueron los primeros con los que tuve relación a través de los juegos, tan abundantes y tan divertidos por aquel tiempo en el campo y en el pueblo, sobre todo cuando uno mismo debía tener suficiente maña o ingenio para crearlos y recrearlos. Allí estaban los nuevos conocidos y ya amigos, José y Josefa Babiano, “Pepito” y “Pepita”, José García, Francisco y Andrea Almena, Amalia y María Jesús Fernández, Anita Mora, Consuelo, Casimira y Julia Redondo, María Jesús y Félix Zarcero, Juliana y José Antonio Muñoz…, todos de Peñalsordo, y Adoración Chamorro, “la Dora”, hija de padre guadalmiseño y abuelo portugués y madre madrileña, de Torrelaguna…, todos ellos más o menos de mi misma edad, y otros muchachos que ya empezaban a criar bigote, también muy jóvenes. Y el reconocimiento de la toponimia de la finca; así, relacionados con el agua, los Maniantivos, el Regil, el Charco de Tino, la Fuente de Ignacio o el pozo, ambos en el valle de la Estación; la fuente Cendrera junto al collado de la Calera; además de las aguas del río Guadalmez, que circundaba parte de la propia finca; los cerros de Betanejos, donde se asentaba el caserío de Las Cábilas, el cerro Tino o de la Vega, la cuerda del Pinar, el cerro del Buey o la sierra y collado de Puerto Ancho; el morro Chorrerón; y los valles, de las Verdolagas, el valle Raso, el valle de las Zorras o Colmenar, la Solana, la Umbría del Carril y los Huertos.
6. DESPERTAR AL MUNDO DE LOS SENTIDOS
Pero, junto a estos nombres propios memorizados, uno se percataba asimismo del comportamiento de los animales, tanto terráqueos como volátiles, de su natural apareamiento; del color del entorno, del sabor y el olor de las plantas y del tacto, y el despertar de esos sentidos al lado de unas estaciones tan marcadas por un sol de estío abrasador y un invierno preñado de sabañones; pero también por una primavera florecida de mil pujantes colores. Sin duda era aquél un mundo rural en su estado más primigenio, pues como bien dijo el poeta “la infancia es la patria del hombre”. O el comportamiento de los adultos que, no teniendo sitios de recreo como las tabernas, se conformaban, al término de su trabajo, por ir a casa de algún familiar o vecino, eso sí, ya lavada la cara, manos y pies, y mudados con camisa limpia, aunque con harta frecuencia estuviese remendada, para enhebrar alguna conversación acerca del propio trabajo cotidiano, duro y consistente, o a contar historias locales y cuentos que hacían las delicias, generalmente y muy principal de los más pequeños. Y también aprendí a usar términos cargados de consistencia semántica, que después no he vuelto prácticamente a escuchar, como niara (almiar), candalecho, parva, granzones, angarillas, cabestro (ronzal), bieldo, hogaño, amelga, segaores, chozas, aparejo (albalda), gañán, botos, obrá (huebra), arrengao o yunta…
(Aconsejo al lector para mayor información, la lectura de un bellísimo poemario del oriundo de Las Cábilas, Andrés García Madrid, de padre cabileño y madre madrileña, él nacido en Madrid y criado en Getafe, que iba por allí de joven, titulado “El Peralejo”, libro de poesía social, salido de imprenta en 1978 en la Editorial Casa de Campo. Le gustará a ese posible lector; y también mi comunicación en el XXXII Congreso Nacional de la Asociación Española de Cronistas Oficiales, 2006, titulada “Peñalsordo, Getafe, El Peralejo y el poeta Andrés García Madrid (1927-2000) -ésta aparece en internet-).
Y retomo el tema. Todo esto sucedía a medida que aquellos años iban sucediéndose unos a otros hasta alcanzar mis huesos los 14 en que dejaría Las Cábilas y El Peralejo para recalar en 1956 en otro lugar que nada tenía que ver con lo hasta aquí anotado hasta este momento, Don Benito. Como he señalado antes, el trabajo de alza, bina, siega, trilla y recolección lo alternábamos entre el propio Peralejo, mayor tiempo, Las Alisedas y las cortas estancias en el pueblo. Si estábamos algún breve periodo en Peñalsordo, y si no eran vacaciones escolares, me acercaba por la escuela, aunque sórdida y lúgubre como pocas, y donde jugábamos a envido, entera o cualquier otro juego de moda, pero lejos de algún mínimo aprendizaje escolar.
El 3 de abril de 1955 mi única hermana fallecía en Peñalsordo dejando a toda la familia en la más triste y desesperada situación. La vida seguía ciertamente y las faenas campestres no esperaban y había que hacerles frente. Volvimos a Las Cábilas para el trabajo -tal vez la palabra más usada entonces-, a la siega y la trilla, que era lo más próximo.
Un año más tarde mis padres, de modo especial por voluntad de mi padre, decidieron enviarme con los claretianos de Don Benito para “educarme”, según ellos. El 8 de octubre de 1956 atravesaba el umbral del religioso colegio, donde permanecí 7 largos años estudiando el bachillerato que realicé con buen aprovechamiento. Pero ésta es otra historia diferente, que ya hemos narrado en distintas ocasiones.
7. FINAL DE UNA ETAPA
Desde muy pronto a mi llegada a Las Cábilas, los “cabileños” empezaron por construir sus viviendas en Guadalmez ya que este municipio se encontraba relativamente próximo a la finca. Y aquí sí, aquí había de todo lo que carecía el poblado de casuchas: luz eléctrica, agua próxima, escuelas, comercios, iglesia, médico, veterinario, etc. Así, viviendo yo en Las Cábilas, la primera familia que se traslada hasta la que había sido aldea de Chillón, cuando ha terminado de construir una nueva casa, son los Almena-García, padres y cinco hijos. Y pronto les seguirán otras familias que los imitaron, y que van a aumentar el censo poblacional de la vieja aldea. Prácticamente todas ellas empezaron a construir o comprar viviendas, abandonando las casillas que habitaron hasta entonces durante más de medio siglo. La única familia entera, sólo éramos tres, cuatro si contamos a la abuela Martina, que no tuvo nunca casa en este pueblo fue la mía, y que con el tiempo se trasladó definitivamente hasta Peñalsordo; las demás terminaron por vivir en Guadalmez, y a algunas esta población les sirvió como trampolín para dar más tarde el salto hasta Madrid o Barcelona. Mientras que la mayoría de familias trasladaban su residencia hasta Guadalmez, dos de ellas, los Mora-Pizarroso y los Redondo-Pedrajas, y más tarde los Muñoz-Pedrajas, optaron por construir unas magníficas viviendas en el mismo Peralejo, pero en un espacio llano cerca de los Huertos, entre la Solana y la Umbría del Carril, al lado de la casilla que cité antes heredada por mi padre. Más tarde, los hijos de los primeros se tras ladaron uno, José, hasta Peñalsordo; otro, Antonio, a Guadalmez y la hija, Anita, a Almadén; de la segunda familia, el hijo, Manolo, se casó en Guadalmez; las dos hijas, Josefa y Pura, optaron por vivir en Peñalsordo.
La tercera familia se trasladó por completo a Barcelona, tras la estancia durante unos años en el nuevo pueblo de acogida. A medida que aquellas personas se desplazaban hasta otros lugares más habitables, las casillas de Las Cábilas se fueron quedando vacías por dentro y entre los deficientes materiales de su construcción y la falta de habitabilidad, se fueron derrumbando una por una. Hoy parece un fantasma pero sin vida; es como un gigantesco esqueleto de piedra informe, adobes y tejas rotas, donde otras veces hubo vida y bullanga, hoy hay silencio. Los “buscadores de tesoros” se encargaron pronto de recoger los cachivaches que allí habían sido olvidados o tal vez abandonados a su libre albedrío por inservibles; por no quedar, no quedaron ni las viejas y destartaladas puertas de las casillas. No hace mucho tiempo volví al Peralejo de Arriba; habían pasado más de cincuenta años de mi estancia allí, aunque sí habia visto varias fotografías por Internet. Con demasiada certeza recordaba dónde habían estado situadas las viviendas de cada uno de sus moradores, con hombres, mujeres y niños, donde ahora sólo podía contemplarse abandono y destrucción. Las lagartijas y otros reptiles “harán de su capa un sayo” entre tanto cascajo. Estuve acompañado por dos convecinas de aquellos años cincuenta, Isabel y Consuelo Redondo y el marido de esta última, Florencio. No pude con todo evitar sentir una cierta nostalgia, no en balde pasé allí 6 años larguísimos de mi propia historia, de los 8 a los 14, posiblemente la edad que más marca a los individuos.
Fuente: `Boletín de la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes´. Tomo XXI. Año 2013. Páginas 551-565