MI PAPELERA • ¡SIMIOS AL ATAQUE!

POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)

ultra

Un día de final de noviembre del pasado año asesinaron en Madrid a F. Javier Romero. Lo apalearon hasta la muerte con una barra de hierro, y lo echaron al Manzanares. Era padre de familia. Y ultra de un equipo de futbol, el Deportivo de La Coruña. Había viajado a Madrid no para ver jugar a su equipo, sino para pelear con otra pandilla de salvajes del rival, el Atlético de Madrid. Ésa era su guerra. Y ésa fue su muerte, la más inútil que uno pude imaginar. Pero la que él quería. De hecho, fue a Madrid a buscarla, sin que le pesara mucho el riesgo de no ver crecer a sus hijos. Yo no deseo la muerte a nadie. Ni otro tipo de sufrimiento. Pero unas muertes me duelen más que otras. Ésta es de las que duelen menos, porque el difunto parece que tenía como lema matar o morir. Y no por la patria. Ni por defender al prójimo, ni por ayudar a su familia. A él no le importaba arriesgar la vida a cambio de la nada. Solo por dar leña a sus rivales.

Cuando veo un reportaje de guerra, u otro episodio propio de los humanos que deja al descubierto la capacidad de hacer el mal que tenemos, siento escalofrío. Es terrorífico imaginar que una criatura nacida de vientre de mujer pueda mutar en asesino en unos años. Que carezca sin sentimiento de culpa y sea capar de reventar a bocajarro los sesos de otro hombre como él. Lo que pasa es que, como ya explicaban los tratadistas morales antiguos, a veces la guerra es inevitable, si se trata de frenar un mal mayor. Si a Hitler o Stalin les hubieran parado los pies a tiempo se habrían evitado millones de asesinatos atroces. Si a los terroristas del Estado Islámico actual no se les combate hoy, mañana aniquilarán la civilización occidental. Barrerán de la faz de la tierra a todo el que no acepte su dictadura. Por eso el “buenismo” de instituciones piadosa, la pasividad de líderes democráticos, la tolerancia mal entendida de tanto demagogo, son un peligro grave. Sí, a veces no queda otra que defenderse cuando “el otro” no escucha razones, ni sabe lo que significa dialogar. Por eso las muertes a causa de actos bélicos tienen una dimensión diferente. Deben ser analizadas y, a veces, asumidas como inevitables. Como el mal menor. Lo cual no quita para que sea en periodos bélicos cuando se destapa la perversión que puede llegar a tener el alma humana. Porque llegada la guerra, desaparece la compasión, acaso el valor que más nos separa de las otras especies animales. A eso quería llegar, a nuestro pariente más cercano, el mono. Me explico.

De la citada pelea a muerte entre ultras que acabó con el asesinato de uno de ellos solo vi en la tele una imagen, tomada desde la altura, anocheciendo. Unas figuras se movían entre árboles persiguiendo a otros. Vistas así, más que hombres eran simios. Idéntica a otra escena sacada de la selva que también he visto en la tele, cuando los monos se organizan en grupo para cazar. Por desgracia, al comparar ambas escenas, nos ganan los simios. Porque ellos matan para comerse el cadáver de la pieza, el rival cazado. Matan cuando el cuerpo les pide proteína animal entre tanta dieta vegetariana. Los nuestros, esos ultras humanos, ni siquiera tenían hambre. Tiraron la pieza de su cacería al agua. Son mucho más salvajes que sus primos, los monos. Miedo me da imaginarlos en cualquier guerra. Miedo me da imaginar que los mismos que matan por placer una noche de cacería sean al día siguiente los que se mezclan en nuestra vida cotidiana con naturalidad, vestidos de buenos vecinos. ¡Cuánta vergüenza siento! Y cuánta compasión.

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