MI PAPELERA. UNOS PUEDEN, Y NO QUIEREN…

POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)

PAN

No. Hoy no vamos a hablar de ese partido que dice no ser “casta”, pero que reparte entre los suyos prebendas en la universidad, y que amenazan con salvarnos y eliminar la Semana Santa. Hoy, lejanas ya las comidas navideñas, vamos a recordar viejos tiempos. Cuando a los niños nos decían en casa que el pan era un alimento sagrado, y lo besábamos si caía al suelo. Tiempos en los que casi nadie sabía lo que eran enfermedades como la bulimia o la anorexia. Tiempos de austeridad, en los que si a un crío le regalabas un caramelo lo recibía como si fuera un tesoro. Cuando no se usaba la palabra reciclar, pero casi nada se tiraba a la basura. Tiempos de caballos de cartón y muñecas de trapo en día de Reyes. De emigrantes sin retorno a las Américas, para sobrevivir. Tiempos de crisis a lo bestia, porque no se habían inventado ni el PER ni las prestaciones sociales básicas. Entonces sí que había pobreza absoluta en este país, que no es la de hoy. Porque, antes de Pablo Iglesias II, un burgués, ya se había avanzado mucho en eso que llaman el estado del bienestar. O sea, que son prescindibles. Que se lo pregunten a Izquierda Unida y PSOE.

Hoy, mirando atrás sin ira, me viene a la memoria una plegaria que recitábamos en el internado antes de empezar a comer: “unos pueden y no quieren; otros quieren, y no pueden, y nosotros, que podemos y queremos, bendigamos al Señor”. Después de rezar esto, comenzaba la comida espartana; porque el aquel comedor no se servían manjares. Entonces la gula era un pecado capital.

Yo, en la infancia, no entendía qué era eso de la gula que me enseñaron en catequesis para la Primera comunión. Recuerdo que de niña me criaba hecha un fideo. Tan flaca estaba que mis padres me mandaron algún verano a tomar baños de sol y mar. Pero aquello no funcionaba. Algún año fui de veraneo con mi abuela María a Lanjarón. Allí sí engordaba un poco con sus aguas milagrosas, acompañadas a veces de barquillos y patatas fritas que vendían en el paseo. También me encantaban los buñuelos mañaneros, ensartados en un junco. En la calle, al amanecer, me despertaba un vendedor ambulante que pregonaba”tortas, bollos, bollitos, tortas”. Debían de ser caras, porque mi abuela no las compraba. Sí me llevó alguna noche a ver la película de Joselito. Pero eso no engordaba. Y así seguí, años y años, más delgada que Popotitos, cuando podía comer, pero no quería.

Luego vinieron tiempos complicados. Con frecuencia una no comía tranquila casi nunca, por falta de tiempo. Aquello era una especie de querer y no poder, por exceso de trabajo. Y así la vida se iba entre las manos. Hasta que un día, no sé ni cómo ni cuándo, empecé a disfrutar de la sobremesa, con café y bombón. Y me pirraba por un buen plato alpujarreño ¡ Al fin había llegado mi hora para la gula; la hora del poder y querer! Pero nada es perfecto. En la primera analítica que me hice sonó la palabra maldita: colesterol. O sea, que los embutidos, ni olerlos; la sal, ni probarla; el vino, con moderación; y de dulces y café, nada de nada. Ahora quería, pero ya no podía ¡Vaya por Dios¡ Pero el enfado duró poco porque recordé la plegaria del colegio, y comprendí que es inmoral quejarse cuando los achaques de las edades de la vida nos fastidian un poco sabiendo que existe fuera hambre de verdad. El hambre de los pobres de la tierra. Mi papelera dice que la miseria de los que hoy quieren y no puede es nuestro fracaso. Nuestra vergüenza. Lleva razón.

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