DON RAMÓN, AL ESCRIBIR SOBRE LOS MENCIONADOS CURAS, PERCIBE EL PODER DEL CLERO EN LA ORDENACIÓN DEL TERRITORIO EN EL SECANO LITORAL, ORDENACIÓN COMENZADA UN SIGLO ANTES, TESIS DEL EXCELENTE TRABAJO ‘HERENCIAS DEL ALMA’, DE GREGORIO CANALES Y REMEDIOS MUÑOZ, CRONISTA OFICIAL DE LOS MONTESINOS (ALICANTE)
Campoamor anota varias referencias locales sobre la comarca del Bajo Segura en ‘Doloras’ y ‘Los pequeños poemas’. Encontramos, dentro de la vertiente narrativa de la poesía campomaresca, la acuñación de tres perfiles de curas que han pasado, desde la literatura, al acervo popular de los habitantes de la comarca: el de los curas de Torrevieja, de San Miguel de Salinas y del Pilar de la Horadada. El escritor miró desde su ‘edén de Matamoros’, se documentó, y ensayó versos. De alguna manera, literariamente, don Ramón, al escribir sobre los mencionados curas, percibe el poder del clero en la ordenación del territorio en el secano litoral, ordenación comenzada un siglo antes, tesis del excelente trabajo Herencias del alma, de Gregorio Canales y Remedios Muñoz, cronista oficial de Los Montesinos, libro que acaba de ver la luz a través de la Cátedra Arzobispo Loazes. No termina aquí el regalo que el asturiano ofrenda a la Vega, sino que se amplía en el interesante y recomendable ‘pequeño poema’ que es Don Juan, continuación de la obra de igual nombre de Lord Byron, que ha sido objeto del artículo anterior de esta serie.
En una dolora, ‘Bautismos que no bautizan’, se cuenta que «Cierto cura en Torrevieja/ bautizó a una niña un día/ con el agua que cabía/ en una concha de almeja». Y sigue: «La poca agua bautismal/ obró en la niña de modo/ que no le borró del todo/ el pecado original». Consecuencia: al quedar la chica mal bautizada mató a muchos de amor. Y concluye: «Pensando en esta conseja/ mil veces me he preguntado/ si a ti te habrás bautizado/ el cura de Torrevieja». Una dolora deliciosa. Por cierto, ¿quién fue el tal cura? Buena investigación para los eruditos locales, que parecen estar ya en ello.
En la dolora titulada ‘San Miguel y el diablo’, sale otro cura que podría tener cabida en el libro ‘De buen amor’, e incluso en el del Arcipreste de Talavera: «Despertando en sus vecinas/ la más piadosa ternura,/ así les decía el cura/ de San Miguel de Salinas.». El cura, desde el púlpito, por las fiestas patronales, predica a sus parroquianas sobre el arcángel, y les dice que pongan los donativos al lado de la imagen de San Miguel, que así Dios les concederá un solo amante, que el diablo «os da, inconstante,/ ¡más de un novio… más de dos!» Resultado: ningún óbolo cae del lado del glorioso patrón. «Y es que, sin duda, hay vecinas/que, en cuestiones de ternura,/ creen más al diablo que al cura/ de San Miguel de Salinas». ¿No se perciben ciertos efluvios primaverales, castos aquí, por supuesto, de ‘El jardín de Venus’ de Samaniego?
En ‘Los grandes problemas’ emerge con mucha fuerza el «cura del Pilar de la Horadada». En este pequeño poema, dividido en tres cantos, ‘El idilio’, ‘La égloga’ y ‘La tragedia’, se retratan las confesiones de una linda pilareña con el ascético sacerdote. La primera a los diez años, preciosa evocación de la niña ante el confesionario; la segunda, a los veinte; a los treinta la tercera. Los temas son el amor, un cierto erotismo, y la muerte. Planteamiento demoledor de la guía espiritual del cura. Irónica y pintoresca descripción del pequeño pueblo del Pilar: situado en un llano, más grande que la palma de una mano, poco poblado, olvidado, sin río, agua de pozo, una iglesia, una plazuela, una escuela.
«El cura del Pilar de la Horadada/ como todo lo da, no tiene nada». «Reparte a las chiquillas/ las almendras que lleva en los bolsillos». Un cura santo, a la manera de San Francisco de Asís, candoroso, que practica la pobreza evangélica. Teodora, la chica, va a hacer la primera comunión, y se confiesa. Su pecado: dejarse besar por su primo que la quiere. La penitencia: «reza una salve, toma agua bendita,/ y cómete esta almendra en mi memoria». El Obispo de Orihuela se enterará, por confesión de una abuela, del tipo de penitencia de mandorla que impone el cura del Pilar.
La confesión a los veinte años: la madre la quiere casar con un buen partido, pero ella sigue enamorada de su primo, un marino que le prometió volver. «¿No es locura casarse con quién no se quiere?» El cura la convence para que se case, que siga los consejos maternos. A los treinta años Teodora está en el lecho de muerte y se confiesa: ha vuelto su primo al pueblo, ha pecado de pensamiento, mas no de obra. Y se muere de amor no cumplido. El cura la conforta, la quiere consolar, pese a que sabe que por sus venas corre «la sangre de las viñas de Alicante», pero se da cuenta de que, a través de su ascendencia espiritual, la ha condenado a la muerte. «¡Yo la maté, yo he sido su asesino!», exclama cerca del final el cura, aunque el poema termina así: «Y el cura del Pilar, sereno, mudo,/ rendido el cuerpo y destrozada el alma,/ después de un negro batallar tan rudo,/ a recoger volvió su santa calma/ como recoge el gladiador su escudo». Crítica exacerbada, sí, de la guía espiritual de la chica del Pilar, pero el de la Dehesa matiza su acidez recogiendo velas con la santa calma.
Don Ramón vivió bastantes años en la Dehesa, a la manera de Horacio, como decía su amiga Pardo Bazán. El escritor dibujó con fuertes trazos algunos aspectos de la vida de aquellos pagos retirados del mundanal ruido, mientras seguía cultivando la amistad de viejos colegas suyos, entre los cuales estaba el oriolano primer Marqués de Molíns. Testimonio de esta amistad: los poemas que se dedicaron mutuamente. Para botón, una muestra: Roca de Togores ofreció ‘La flor del granado’ al asturiano, que le devolvió el primor con ‘Todo es uno y lo mismo’.
Fuente: http://www.laverdad.es/ – Miguel Ruiz Martínez