POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Convaleciente de un trancazo, acabé el libro “La familia Moskat”, de Singer, una novela de casi ochocientas páginas. Me la regaló un amigo, José Grau, con otra suya, “Semestre de invierno”. Ambas con el antisemitismo de fondo. La obra de Grau está ambientada en la Viena de 1938. Se nota que el autor domina el tema: fue corresponsal de ABC durante años en Austria y Polonia y conoce bien la historia de los judíos en la época previa a la segunda Guerra Mundial. La obra de Singer es el preámbulo a la de Grau, al tratarse de una crónica sobre las peripecias de una familia judía de Varsovia desde principios del XIX hasta que los nazis bombardean la ciudad. Malos tiempos para la lírica, que diría el poeta, porque allá donde se instala la dictadura o el populismo desaparece la libertad y la cultura. Es mucho lo que se aprende de un buen libro, aunque en ocasiones resulta doloroso el aprendizaje. Porque fastidia comprobar que no hemos rectificado en lo de plantar cara a tiempo a los salvadores de Patrias. En mandar a la porra a los líderes que se visten de uniforme militar y lanzan proclamas redentoras; o a los que se disfrazan con camisas blancas, coletas y voces melodiosas para anunciar su mensaje redentor. Puro odio en ambos casos. Sí, por pasividad, somos culpables de las víctimas del islamismo. Por indiferencia, somos cómplices de la nueva ola de antisemitismo mundial y responsables de que proliferen ídolos de barro que se aprovechan de la pobreza y desesperanza de otros para su implantar el terror. Que se lo pregunten a los venezolanos. Aquí estamos en la primera fase. Luego será tarde.
Algo así les sucedió a los judíos que protagonizan estas novelas. Que minimizaron la maldad del verdugo. Y paso lo que pasó. Y lo que sigue pasando. Porque otra vez los judíos andan haciendo las maletas para Israel: huelen en el ambiente el tufo a azufre que dejó Hitler, y que ahora perfuma a muchos islamistas, sus acólitos. Mientras tanto las democracias miramos para otro lado. Como si aquello no fuera con nosotros. Pero va. Sin embargo, aunque denuncio esta cobardía, mi mayor acusación va dirigida a los propios judíos. Han sido un pueblo abocado al sacrificio desde la antigüedad. Se acostumbraron a poner la otra mejilla, a pasar desapercibidos, o a sobornar a sus verdugos a cambio de que les dejaran vivir en tierra hostil. Mala estrategia. Extraña que, con su larga experiencia, no hayan aprendido la lección. Porque el antisemitismo está metido en las venas de la humanidad. Basta con aproximarse a la historia de cualquier pueblo de España, para comprender que su agonía no acabará solo con la esperanza de que un día venga el Mesías. Por ejemplo, en Úbeda hubo una importante comunidad judía desde tiempos antiguos, pero de ella no queda ni rastro. La Sinagoga del Agua, descubierta hace unos años, da testimonio de su pujanza y es el mejor símbolo de su drama como pueblo. Con razón escribió Julio Valdeón, que los judíos fueron “el chivo expiatorio”. Los reyes visigodos, caso de Egica, los persiguieron con saña. Luego sufrieron la crueldad de los musulmanes. Tras ellos, los cristianos les acusaron de todos sus males, desde las crisis de subsistencias o la Peste Negra, por poner ejemplos. Si algunos monarcas los protegieron de la violencia popular fue para aprovecharse de ellos. Pero ante la mínima excusa los ponían en primera línea de fuego. Los terribles progroms de 1391 son el antecedente de su expulsión definitiva por los Reyes Católicos. Lo que vino después fue terrible. Y lo que está por venir, aterra. Dicen muchos que su pecado fue matar a Jesús. Pero quienes más les odian hoy son discípulos de Mahoma. ¿Por qué será?, dice mi papelera.