POR ANTONIO LUIS GALIANO PÉREZ, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Este vocablo de claro origen catalán o valenciano antiguo, según Justo Soriano, tiene su traducción como desván o caramanchón, que de las dos formas puede decirse, traduciéndolo como aquel lugar más alto de la casa, inmediatamente debajo del tejado, en el que se suelen guardar trastos viejos, inútiles y en desuso. Dicho esto, en el caramanchón de mi cerebro, que viene a ser como un archivo olvidado que no se utiliza de mi disco duro humano, se han almacenado poco a poco, a lo largo de los años, hechos y anécdotas en los que he sido protagonista o testigo. A veces, estos recuerdos acumulados vienen a mi memoria, y me ayudan a reconstruir el contexto en que se vieron envueltos y las personas que fueron protagonistas de ellos.
Dentro de aquellos hay algunos que tienen relación con la muerte, a la que deseo en mi caso que se presente con la distancia temporal mayor posible. Rememoro aquella frase de «no hay boda sin lágrimas, ni entierro sin risas», y me hacen regresar a momentos vividos o conocidos a través de otros, que tienen relación con el postrer instante del hombre, su camino hacia el lugar de la inhumación y la perpetuación de su figura en una lápida de mármol. Mañana es el día que la Iglesia Católica dedica a los difuntos, de los que su memoria permanece en el mejor lugar del edificio de nuestro cuerpo: el corazón. Pero, recordando a difuntos y sus circunstancias con motivo de ese día, hagámoslo de forma distendida, sin perder el respeto, aunque bordeemos el camino del «entierro sin risas».
El culto a la muerte y a los difuntos es algo consubstancial con el género humano y en cada lugar tiene una forma de manifestarse. Hace años, estando en Cuzco, una noche al encontrar en una hora que no era normal abierto e iluminado interiormente el edificio del Paraninfo de la Universidad de San Antonio Abad, entramos en el mismo sin objeción alguna por parte del vigilante. Oímos música en una de las salas del claustro, en cuya puerta había varias personas bebiendo, riendo y charlando amigablemente. Dimos las buenas noches, y accedimos a aquel lugar donde se escuchaba la música, y cuál fue la sorpresa cuando al fondo, sobre un entarimado, un lujoso ataúd adornado acogía los restos mortales de un profesor `excedente´, cuyo cadáver aparecía muy aseado, mientras que unos alumnos interpretaban unas piezas musicales.
Ante el lúgubre panorama, permanecimos respetuosamente unos segundos y salimos. Al despedirnos dimos el pésame y se nos ofreció de beber, cosa que cortésmente rechazamos. Al preguntarle al guarda, quién era el difunto nos respondió que era un afamado profesor universitario jubilado y que allí debía de permanecer cuarenta y ocho horas por haber fallecido de infarto.
Esta fiesta con música y bebida, nos transporta a la Orihuela del siglo XVIII, en la que cuando fallecía un niño, `angelico´ o `mortichuelo´, con motivo de velarlo se hacían bailes entre hombres y mujeres, así como otras diversiones que duraban varios días con el cadáver de cuerpo presente. Esta situación dio lugar a que el obispo José Tormo y Juliá emitiera una carta pastoral en 1775, prohibiéndolo, siendo una situación que rayaba lo macabro, al tener al pobre niño varios días sin enterrar y a las gentes sin trabajar. Pero, macabra es la presencia en el pueblo peruano de Ollantaytambo de las calaveras de los ancestros en una repisa con ofrendas, situadas en la habitación donde se cocina, se come y se duerme, con numerosos conejos de india correteando por el suelo. Sin embargo, mirando lo macabro de esta imagen bajo un punto de vista positivo, podemos llegar a interpretar que la presencia de los restos óseos de los antepasados protege a la familia andina.
Curiosa fue la anécdota que me narraba por carta el doctor Alberto Escudero Ortuño, en la que me describía el óbito en nuestra ciudad del joven Nicolás Seco en plena Guerra Civil. Como en aquellos momentos no se admitían telegramas salvo que fueran comerciales, su tío Pepe Zerón para comunicarle la desgraciada noticia a un familiar de Barcelona puso el siguiente texto: «Nicolasito sale con caja para San Francisco». Y si de cajas de muerto se trata, en cierta ocasión al fallecer un familiar, me correspondió hacerme cargo de los trámites. En los momentos de más dolor acudió el funerario con un lujoso catálogo de féretros. Yo, desde el primer momento le dije que se empleara el que tenían previsto por el seguro de decesos. Sin embargo, me insistió una y otra vez, ofreciéndome otro, porque era más cómodo. A lo que le respondí, «usted cree que el difunto estará incómodo».
Macabra fue la broma que me quiso gastar, dentro de la más clásico humor negro, el entonces sepulturero del cementerio oriolano Tomás Sáez Almarcha `El Bigote´, y que ya describí en `La Lucerna´ en noviembre de 1992. El caso es que pretendió dejarme sólo en el interior de la cripta del Panteón de Canónigos, al que había acudido a petición del sacerdote Antonio Roca Cabrera con objeto de que trascribiera unas inscripciones que había en unas lápidas con motivo de la epidemia de fiebre amarilla de 1811.
Al no haber luz, el enterrador me dijo que lo aguardara a oscuras mientras que él iba a buscar una linterna, a lo cual me negué. Al regresar me descubrió que tenía preparadas unas piedras y botes para dejarlos caer por la escalera y asustarme. Pero, el humor de Tomás llegaba a más, pues tal como me dijo y comprobé, tenía preparada en un nicho una lápida con su foto y la fecha de nacimiento (18-12-1926), a falta de poner la de defunción, porque consideraba que así era más barato. Hace días fui al cementerio, y comprobé que aparece la fecha del óbito (22-1-1997), y pegada a la lauda, un papel plastificado con unos versos que dicen: «… A Tomás/ Es justo descanse aquí/ quien a tanta gente enterró/ en su tumba preparada/ con decoro y precisión».
De todo ello, en el sostre de mi cerebro guardo estas anécdotas que, aunque más o menos intrascendentes, forman parte de mis recuerdos de aquellos que nos dejaron.
Fuente: http://www.laverdad.es/