POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Recuerdos de la infancia me traen a la memoria la imborrable figura de unas personas un tanto desarrapadas, venidas de pueblos vecinos, que se dedicaban al arreglo de ollas, cazos, cacerolas, lebrillos, sartenes, jofainas y, al mismo tiempo, paraguas.
Entraban al pueblo por el carrón de la aceña pregonando que había llegado el lañador y paragüero. En una capaza de pleita llevaban las herramientas y, nada más asomar por la calle O´Donnell, acudíamos los chiquillos del barrio y le hacíamos compañía durante un corto trayecto. La chiquillería se iba renovando conforme nos íbamos quedando los que habíamos aparecido primero.
Generalmente, las paradas las hacían en las bocacalles y, allí, acudían las mujeres con sus cacharros averiados; algunos casi inservibles y muy difícil de componer; así como sus paraguas desvencijados.
Los arreglos los hacían en la calle, en la misma puerta de las usuarias y, en derredor, se arremolinaban los niños y las mujeres que esperaban sus turnos para que arreglara su objeto deteriorado. El típico arreglo de los lebrillos, cántaros, botijos, ollas; tanto de barro como de arcilla, los hacían al momento. La mayoría estaban rajados y perdían líquido y, otros estaban tan deteriorados que eran irreparables.
Era curioso contemplar como raspaban la zona dañada y, tras cubrirla con una masilla procedían al lañado. Se daba la circunstancia de que algunos estaban tan resquebrajados que al hacerles los agujeros para colocar las lañas se rompían en mil pedazos. Sin embargo, ante esa probabilidad, se lo advertía a las mujeres con la finalidad de que si ocurría tal desaguisado, nadie pudiera protestar, aunque alguna saliera enfurruñada maldiciendo en arameo.
A veces la solución era tan precaria que, personas que habían pagado la reparación, regresaban con su olla, o cualquier otro artículo, para protestar, porque le supuraba la herida, daba agua por los agujeros producidos por las lañas o por las mismas zonas rajadas. En otros casos, además de rajadas les faltaba un trozo y les tenían que hacer un injerto. Con verdadero arte y mucha maña, hacía la intervención pero, esta reparación no era efectiva en un tanto por ciento elevado ya que muchas de ellas acababan rezumando líquido por los agujeros hechos en la arcilla o barro; como es lógico, ante las protestas de las usuarias y el encogimiento de hombros de los lañadores diciendo: mujer ¿qué le vamos a hacer?
Cuando la vasija no era de barro o arcilla, tales como zafas o jofainas, calderos, ollas, jarras, etc. raspaban la zona que había quedado deteriorada y después, en vez de lañar, le aplicaban un parche de estaño candente que durante el enfriamiento, quedaba totalmente adherido en forma de parche. Esta reparación, generalmente, era mucho más duradera pero a la vez, más costosa.
Los paragüeros que generalmente eran los mismos que los lañadores, llevaban un saquito a las espaldas lleno de varillas metálicas para recambiar las averiadas, además de telas para remendar las rotas o agujereadas. En otras ocasiones, arreglaban los mangos que se habían roto o desprendidos de los ejes metálicos.
Desde el año 1928, fecha en la que se instaló en nuestro pueblo, el célebre baldao, Juan Gómez Martínez, venido del pueblo vecino de Villanueva del Río Segura; ejerció el oficio de lañador y paragüero. Hombre jovial y querido por todos los uleanos, arrastraba sus extremidades superiores y sus rodillas, por los suelos, como consecuencia de las secuelas de una poliomielitis sufrida cuando apenas tenía un año.
Desgraciadamente le dejaron inválido desde las rodillas hacia abajo. Para mitigar su minusvalía utilizaba unas rodilleras de goma andando a gatas, las dos manos y las dos rodillas. Afortunadamente, el clamor popular hizo que se efectuara una rifa benéfica con el fin de agenciarle una bicicleta de tres ruedas con pedales manuales.
Pues bien, Juan ‘El baldao’ ejerció durante más de 40 años, como lañador y paragüero, dándose la circunstancia de que debido a su minusvalía no podía callejear y, por consiguiente, trabajaba en una casa modesta, junto a la acequia que le cedió y acondicionó, la familia Tomás y Valiente.
Allí, sentado en el suelo, con las nalgas sobre un cojín o una manta; ya que era la postura más cómoda y práctica, dada su minusvalía se encontraba nuestro Juan ‘el baldao’ con su sonrisa sempiterna, poniendo lañas a los cacharros que le llevábamos averiados o bien arreglaba los paraguas. Sí, lo teníamos siempre contento; tanto con su trabajo como departiendo con cuantos acudíamos a charlar con el; ya que era un gran conversador.
Su casa siempre estaba abierta, una habitación que hacía de taller y habitáculo. Allí vivía rodeado de cacharros y una lumbre, casi siempre encendida, que daba calor a la estancia y le servía para atizar la barrita de estaño con el fin de derretirla sobre la pieza arreglada por medio de soldadura de estaño.
En un rincón de la estancia, tenía apiladas las piezas restauradas y, en otro, las que estaban pendientes de compostura. Las mujeres y, algunos chiquillos, acudíamos a recoger nuestros utensilios restaurados y, cuando tardaban en ir recogerlos, nos enviaba Juan el baldao y, si nos los pagaban, nos remuneraba con una propina.
La habitación llena de cachivaches que era su vivienda y su lugar de trabajo, fue centro de tertulia durante muchos años y, aunque había muchos enredos por medio, siempre nos hacíamos un hueco donde sentarnos o estar de pie. Le hacíamos compañía y lo pasábamos bien: allí había calor humano.
Nuestro lañador y paragüero se hizo mayor y cayó enfermo. El pueblo de Ulea fue muy generoso con el Baldao y, el Ayuntamiento, le construyó un quiosco, en la calle O’Donnell en donde vendía chucherías y tebeos para los niños.
Allí, en su quiosco, le sorprendió la muerte de forma súbita en el otoño plomizo del año 1963.