UNA FACETA DE LA HISTORIA PROFUNDA DE ULEA

POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)

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Ulea, a pesar de la tragedia que supuso la contienda civil española, tuvo la suerte de contar con unos regidores que velaron por la seguridad física de todos sus habitantes. De hecho, no hubo ningún fallecido de ninguno de los bandos litigantes. Sin embargo, las secuelas florecieron lamentablemente en los años de la post-guerra, hasta bien entrada la década de los años 50.

Cuatro fueron los tributos más importantes que tuvieron que sufrir los ciudadanos como en el resto de España. Por un lado, la hambruna, con la consiguiente desnutrición y fallecimientos. De otro lado, el deterioro de la sanidad pública, que provocó brotes epidemiológicos frecuentes. Ambas; hambruna y una salud pública deficitaria, fueron los denominadores comunes que conducían a las enfermedades y muertes prematuras.

Por otro lado, la precaria economía de los sectores más desfavorecidos, que supuso el obstáculo principal para no poder adquirir los elementos de primera necesidad. Y, por último, el alto índice de analfabetismo que existía. Pues bien, a este último me voy a referir en el presente artículo.

Todos los alcaldes de estos años de la post-guerra, hicieron cuanto supieron y pudieron para que la reconciliación de los uleanos se hiciera realidad; en el tiempo más breve posible. Sin embargo, no resultaba sencillo.

Para paliar la tremenda carencia de alimentos básicos y de tabaco, se instauró el racionamiento de los mismos qué, aunque resultaban deficitarios, cumplían una misión básica, en espera de mejores tiempos. Por su parte, las personas con más de 65 años y las que estaban incapacitadas, cobraban un subsidio de vejez o de invalidez, por un montante de 90 pesetas mensuales que, si bien no daban para cubrir todas las necesidades, suponían un gran alivio económico, en las casas que había uno o más que eran subsidiarios de esos beneficios.

Pues bien, para el cobro de dicho subsidio de vejez, debían acudir a la estafeta de Correos, situada en la calle Binondo, junto a las casas de Federo y Eufronio. Allí vivía y tenía su Oficina de Correos, el tío Pedro y su esposa; la modista Brígida.

Sin embargo, como debían firmar el haber recibido dicha paga mensual, se dio el caso de qué, el 90% de los ancianos uleanos eran analfabetos. Por consiguiente, debían firmar con el dedo y, para tal menester, el tío Pedro, tenía un tampón con tinta, donde el cartero lo introducía y lo untaba con tinta de color morado y, después, lo dirigía hacia la hoja del expediente en donde figuraba su nombre y lo plasmaba en donde decía recibí.

Todos los ancianos se dejaban llevar el dedo por el cartero pagador mientras, su mujer Brígida esbozaba una ligera sonrisa.
Entre las muchas vivencias de mi infancia, me correspondió desde los 4 a los 15 años, acompañar a mi abuela Clarisa a cobrar dicha mensualidad a la estafeta de Correos, para efectuar el cobro de su pensión de vejez. Desgraciadamente, su marido, mi abuelo Joaquín, había fallecido en el año 1944 como consecuencia de las deficiencias sanitarias y alimenticias ya que, debido a una enfermedad que contrajo durante la conflagración, fue empeorando paulatinamente; hasta su fallecimiento.

Los primeros seis años, desde 1942 hasta 1948 veníamos mi abuela Clarisa y yo, desde la vivienda que teníamos en una cueva de las estribaciones del monte Verdelena, en la finca de los tollos. El abuelo Joaquín, postrado en cama, permanecía en la cueva durante nuestra ausencia. Nos daba un impreso firmado, que para tal efecto le había proporcionado el tío Pedro y, la abuela y yo, regresábamos al pueblo y, tras pasar por casa, donde vivían mis padres y mis hermanos pequeños en la calle O’Donnell nº 8; los saludábamos y nos encaminábamos hacia la calle Binondo; lugar en donde estaba ubicada la estafeta de Correos; que regentaba el tío Pedro.

Mi abuela, como tantas personas mayores, no sabía leer ni escribir y, cuando el cartero pagador le cogía el dedo para mojarlo en la tinta y estamparlo en la casilla correspondiente, alzaba la vista y, me miraba un tanto avergonzada.

Con mis pocos años, me cogía de su falda y le intentaba transmitir comprensión, diciéndole que no saber leer ni escribir no era culpa suya: las responsables eran las circunstancias de la época en que le había tocado vivir. Me cogía la mano bien prieta, mientras, con la otra se secaba las lágrimas qué, sin querer, se le derramaban y surcaban sus curtidas mejillas.

Sí, yo era su lazarillo y cuando estampaba su dedo y le daba el impreso firmado por el abuelo, mientras vivió, claro está, recogía las 90 pesetas de cada uno qué, religiosamente, le entregaba el tío Pedro. Como había costumbre de dar una propina al cartero, una peseta por cada uno, se la daba y, tras despedirnos de los ancianos que hacían cola para cobrar, nos machábamos a casa.

Allí comíamos con mis padres y jugueteaba con mis hermanos pequeños y, antes de marcharnos a la cueva, les dejábamos 100 pesetas a mis padres, para que hicieran frente a sus necesidades y, sin entretenernos demasiado, volvíamos para estar con el abuelo. Como es lógico, el día que íbamos al pueblo a cobrar, mi padre se iba a la finca de los tollos, para estar junto al abuelo hasta que regresáramos.

Sin lugar a dudas, en aquella cola que se formaba para cobrar la pensión de vejez, se contaban sus vidas y desventuras, alegrías había pocas. Sí, allí se agolpaban todos los veteranos del pueblo que, unos más avergonzados que otros, sufrían el escarnio de su analfabetismo. Sin lugar a dudas era la Ulea de otros tiempos.

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