POR JOSÉ-ANTONIO LINAGE CONDE, CRONISTA OFICIAL DE SEPÚLVEDA (SEGOVIA)
En el antiguo régimen, había una función llamada “de mayo” en el convento de la Hoz, que se llamaba fiesta del ochavo. En la procesión, la imagen de la Virgen se paraba a cada momento, «de distancia en distancia», subastándose los palos en grano o en dinero para cada minúsculo trayecto, “repitiéndose en desacompasadas voces y con gritería: ¿Quién la lleva por tantas fanegas o celemines?”.
Se empezaba dentro de la iglesia, subastando un hermano lego la bajada de la imagen del trono, lo que hacía con mucha calma, para estimular el alza de las posturas. Se terminaba con la subida, que era la más cotizada, habiéndose llegado a pagar una vez treinta fanegas de trigo.
En la procesión, la multitud iba bailando delante de la imagen unas cuarenta personas se calculó una vez. «Llegándose después las mujeres en la iglesia con grande desenvoltura hasta el mismo altar, unas sentándose y recostándose otras, cantando con una devoción la más supersticiosa e irrisible, volviendo la espalda al Santísimo».
El 10 de mayo de 1807, el alcalde mayor, Vicente Calvo, acudió a la fiesta con pretensiones reformadoras. Mandó que la imagen se llevase «con el moderado paso que se requería en semejantes actos». Ello desató la cólera tanto de los frailes como del pueblo, «formando juntas separadas, pues se veían amontonarse unos con otros». Los frailes vociferaron desde el principio, acusando al alcalde de quitar la devoción mariana.
El ayuntamiento de Sepúlveda, que iba formado en cuerpo, y unas señoras celosas del orden, consiguieron meterle dentro del convento, acompañado por el vecino Gaspar Albertos Barrio, cuando estaba «en eminente riesgo de su vida», retirándose a una celda, instado a ello dos veces por un fraile.
Los frailes querían interrumpir la procesión, pero el procurador síndico, Domingo Salinas, consiguió que prosiguiera, soportando los insultos de un lego, de manera que “a no haber mediado su prudencia, acaso se hubieran originado algunas muertes».
Al fin el padre guardián o superior consiguió que la imagen se llevara a la iglesia, más o menos de la manera acostumbrada, pero el alboroto no se calmó, sino que aumentó, «dividiéndose la gente en forma de patrullas y corros». Su cabecilla era un vecino del Valle, Gregorio Lobo, quien «con gesto altanero y provocativo excitaba atraer a sí a otros para conmover su ánimo y una sedición». Los frailes y el pueblo seguían insultando al alcalde, y el guardián anunció la supresión de la función para el futuro. El predicador, Francisco Carranza, era el más elocuente en el azuzamiento, comentando Salinas: «El templo es para orar, no para alborotar».
Mientras tanto Albertos envió a un “ministro” o agente a Sepúlveda en busca de gente para salir del peligro. Los frailes alegaban también los fueros de la jurisdicción eclesiástica, diciendo al diputado del común, Romualdo Martínez Casado, que allí sólo mandaban ellos. El guardián decía que «había de seguir esta causa hasta pender el cerquillo».
Salinas y el procurador personero, Alejandro de las Heras, declararon que además, en esa fiesta «había embriagueces, gastando la gente en perjuicio de sus intereses lo que les hace falta para su casa y familia, como acontece igualmente no sólo en esta función sino en la que igualmente se celebra de inmemorial tiempo el día de San Miguel en la villa», puntualizando en presente que en ella «se pierden cuatro familias”. Por su parte Calvo informó de «los exorbitantes gastos que hacen los comisarios, que son siempre unos jornaleros, ascendiendo a cerca de doscientos ducados lo que expende cada uno, quedando arruinados, en la mayor miseria».
Antes, en un escrito al Consejo de Castilla el año 1787 el alcalde mayor Mateo-Antonio Barberi, dijo que había reprendido a los comisarios, pues «en la tarde de la víspera de la fiesta, cuando mataban las reses, preparaban el vino y consumían excesivos gastos, estaba María Santísima Nuestra Señora sin una luz», habiéndola pagado el propio alcalde de su bolsillo, «de su faldriquera».
Volviendo a los incidentes de 1807, el asunto llegó el Consejo de Castilla. Oído el fiscal el 16 de agosto, el 30 de octubre se ofició al obispo de Segovia pidiéndole su intervención disciplinaria, a la vez que se acordaba seguir la sumaria contra Lobo, y por medio del provincial franciscano corregir la conducta del guardián y el predicador. Sin darse prisa, el 6 de junio el prelado, que era José-Antonio Sáenz de Santa María, oídos los párrocos de Sepúlveda y de los pueblos, citando la constitución sinodal De festis y una Real Orden de 20 de febrero de 1777, mandó que los fueran los frailes los que bajaran y subieran la imagen, dando el guardián antes de la procesión los nombres de los llevadores, y sin pararse más que para relevarlos por cansancio, «procurando evitar embriagueces, palabras obscenas y confabulaciones en la iglesia y procesión».
En cuanto a la Virgen de la Peña, decía que el único abuso era el excesivo gasto de los mayordomos en las comidas que daban a los comisarios, forasteros y otras personas . Invocando otra constitución sinodal, de religiosis domibus, decretó que no se permitiera, con ningún pretexto, ni aun so color de escote voluntario, comida alguna, bebida, colación o cena. Exhortaba a los párrocos a «instruir a sus feligreses del fin para que fueron instituidas las cofradías y ejercicios de devoción que en ellas deben practicarse y objeto del culto en que deben emplearse sus limosnas».
Sin embargo se le advierte complacido del auge que la devoción a la patrona iba tomando en la villa, por lo cual añadía que «para no resfriarla, y que la función se celebre con la mayor solemnidad, asista el Cabildo con toda la clerecía, se invite a las Cofradías, se suplique al ayuntamiento secular, y haya repique general de campanas en la víspera y día de la función». Pidió al Consejo que también el brazo secular coadyuvara al cumplimiento de su mandato, concretamente que se impidiera a los cofrades dejar de trabajar los días anteriores a la fiesta, en perjuicio de ellos mismos, del Estado y de las costumbres.
En fin, aquella vez no llegó la sangre al río. No había sido así hacía justamente sesenta años, y no en una fiesta multitudinaria, sino en la cotidianidad claustral. Pero de esto otro día. Por cierto que su documentación está en Londres, en la British Library. Mas ahora no está lejos la capital británica.