DON JUAN EN EL PARAÍSO
Jun 24 2013

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

Don Juan de Borbón y su hijo el Rey Juan Carlos I.
Don Juan de Borbón y su hijo el Rey Juan Carlos I.

Resulta que el otro día me recordaba el Señor Alcalde la efeméride de este jueves, 20 de junio de 2013, al cumplirse el centenario del nacimiento de Don Juan de Borbón y Battenberg, y me preguntaba por la importancia y trascendencia del personaje histórico.

Un sevidor, que en su papel de Cronista no se siente en la obligación de juzgar sino de contar y, sobre todo, recordar y hacer reflexionar a los demás, se puso a rememorar acerca de la figura de aquel regio personaje y su relación con el paraíso en el que tiene la suerte de vivir.

Como no soy dado al juicio y menos al prejuicio, empecé por recordar los puntos tangenciales de mi memoria y el personaje histórico.

Y no resulta complicado. Viviendo en un Real Sitio donde, sin necesidad de ser monárquico, se vive envuelto en la liturgia de la monarquía, aunque no se tenga idea de ello. Andamos rodeados de Reales Palacios, Jardines, Bosques; Reales Casas de Infantes, de Oficios; Reales Colegiatas, Cofradías, Archicofradías y Hermandades; Reales caballerizas, Campos de Polo, Campos de Golf y de Lawn Tennis; Reales Fábricas de Cristales, Aserraderos, Enfermerías Reales y cuarteles de Guardias Reales por doquier.

No era de extrañar, por tanto, que también hubiera nacido algún que otro Real Infante. Y, aunque no fue ni el único ni el primero (Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, nació en el palacio de Valsaín en 1566; Jaime, en 1909, y Beatriz, en 1914), sí fue Don Juan, probablemente, el único que lo llevó a gala toda su vida. Gato, como un servidor, nació entre el verano y la primavera del Real Sitio, que no es decir poco. Aún recuerdo las fotografías que amablemente cedió la familia Comyn para la exposición del Bicentenario del Ayuntamiento del Real Sitio, donde se podía apreciar a los médicos esperando el alumbramiento o la habitación utilizada por la nodriza para cuidar y alimentar al infante, destruida por el incendio de 1918.

En un maravilloso documento custodiado en el Archivo Histórico Municipal del Real Sitio se pueden leer los honores dispensados al nuevo infante y las instrucciones que dio su padre, el rey Alfonso XIII, para tan extraordinaria ocasión.

Con el paso de los años, acostumbró el Real infante, junto con sus hermanos, a pasar las calurosas jornadas veraniegas en el Real Sitio. Siempre que pienso en ello, recuerdo una hermosa fotografía de Alfonso XIII con el infante Don Juan sentado en uno de esos altos ventanales del patio de carruajes, donde no nos permitían poner los guardas ni un pie.

Justo en aquella época en que Sorolla pasó aquí unos días, añadiendo el albor de mi paraíso a la luz imperecedera de sus obras maestras. Ya siendo adolescente, recaló un par de veces, convaleciente éste del incendio devastador, como atestiguan un par de fotos suyas practicando remo y pesca en el Mar de los Jardines.

Para su desgracia, guerra civil y dictadura le mantuvieron alejado del paraíso y, a decir de mi querido amigo Félix Montes, contrariado al comprobar que se usaba el Real Sitio para celebraciones ajenas a la monarquía, quizás por ello ahí organizadas.

No sería hasta la llegada de la democracia que pudo regresar tranquilamente al lugar que le vio nacer. Desde aquel momento, fácil era encontrárselo de paseo por la calle de Valsaín, camino de la fuente de los Baños de Diana, donde no pocas travesuras hubo de realizar en compañía de sus hermanos para sufrimiento de los guardas del Real Jardín.

Una de esas veces coincidí con él; yo, en pantalón corto y rodillas despellejadas de perseguir ardillas y saltar sobre las esfinges; él, de traje impoluto y voz rota de tanto fumar. Un pescozón, una sonrisa y todos a correr, pensando mis compinches quién sería aquel señor tan bien acompañado.

Me resultó un poco frustrante que, tras conocer su muerte, lo trasladaran al panteón de reyes del Escorial. Uno, que se dedica a la Historia, comprende las razones políticas que condujeron su cuerpo a tan lúgubre y gélido lugar, apartado de la luz y el conocimiento. Que cada vez que lo recorro con mis alumnos me pasmo del disgusto ante tan pétreo y ornado nicho. Siempre me toca explicarles quién fue ese Juan III de letras fantasmagóricas que no aparece en los libros de texto.

Si hubieran tenido en cuenta la lógica y lo hubiesen traído a su pueblo, no habría sido necesaria tanta explicación. Aquí hay un Paseo de Don Juan de Borbón; una placa en la sala capitular del Ayuntamiento y un busto a la entrada de la misma; una placa en la Real Fábrica de Cristales y busto y placa en las estancias del Palacio Real.

Estamos tan acostumbrados a oír su nombre que no usamos ni siquiera el apellido, hasta el punto de que José Zorrilla ha pensado en querellarse por los derechos de autor y el Señor Alcalde se ha puesto a temblar. Que no está el horno para bollos, oiga.

Yo, que cada vez que como en casa de mi señora suegra lo hago frente a la fotografía de Don Juan y mi suegro, me pregunto si no hubiera preferido él estar cerca de sus queridos jardines de la infancia. Junto a su tía abuela, mirando el corro y el ir y venir de los turistas. Sentado en pétrea silla, con la fuente de la Fama al fondo y sin necesidad de que profesor alguno tuviera que explicar quién es aquel señor de piedra que mira fijamente y sonríe de forma enigmática.

Al fin y al cabo, lo que todos deseamos, él incluido, al terminar el trabajo, es regresar a casa. Estoy seguro de que, a pesar del retraso, sería, una vez más, bien recibido.

Fuente: http://www.eladelantado.com/

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