POR FRANCISCO SALA ANIORTE, CRONISTA OFICIAL DE TORREVIEJA
El cambio de estación hoy en día, en que la forma de adaptar la ropa o la comida a las estaciones viene marcada por las campañas publicitarias, nos hace difícil entender que en un pasado no muy lejano los criterios para esas adaptaciones iban ligados a determinadas maneras de computar el tiempo y de señalar los inicios de las estaciones.
En contra del que podríamos pensar, esos inicios no coincidían con las efemérides astronómicas que llamamos solsticios y equinoccios, ya que eran los cambios de temperatura y pluviosidad los que caracterizan las estaciones dependiendo de la inercia térmica de la tierra y del agua. En nuestra tierra esos cambios se asociaban a dos momentos determinados, el primero de los cuales, el fin del buen tiempo, venía marcado por la fiesta de Todos los Santos, el 1 de noviembre, 40 días después del equinoccio de otoño, 22 de septiembre.
Y ya metidos en la segunda quincena del mes de octubre no está de más que escribir de esos días mágicos inundados por modas asentadas en nuestra comarca de pocos años a esta parte. Primero llegó Halloween -contracción de All Hallows’ Eve, ‘Víspera de Todos los Santos-, también conocido como Noche de Brujas o Día de Brujas, una fiesta de origen celta que se celebra en la noche del 31 de octubre, celebrado con mascaradas en las islas británicas e introducido con gran éxito en Estados Unidos por los emigrantes irlandeses y que se ha afincado de forma relevante en España.
Hay que recordar que estas tierras, llegado el otoño, los frutos secos pasan a formar parte de nuestra cultura, como las castañas y sus entrañables cocineras, las castañeras, lo que festivamente dio principio a que niños y niñas se disfrazaran para celebrar la llegada del otoño, proliferando en fiestas de colegios, guarderías y hasta en el Casino, amén de la novedad festiva, la ‘Survival Zombie’ (supervivencia zombi), una fórmula nueva de hacer de fantasma.
La festividad de Todos los Santos, tenía la cita obligada a los lugares donde reposan los restos de nuestros difuntos. Es época y momento de recordar lo que dicha conmemoración suponía hace tan solo medio siglo, no solo para las personas mayores, sino también para la chiquillería de entonces, tan propensa a integrarse en actividades poco frecuentes.
Todos los vecinos acudían en masa al camposanto, lo que para la chiquillería suponía una ocasión única para gozar de los frutos más apetecidos criados en el patio, como las níspolas. Desde muchos días antes las pandillas recorríamos ojo avizor el territorio, para situar estratégicamente donde había que actuar llegado el momento.
El inicio del invierno tenía su repertorio culinario particular, desde los alegóricos buñuelos de viento, a los más humildes boniatos y calabazas al horno. En la comarca del Bajo Segura, se tenían para el día de Todos los Santos y Difuntos un postre casero hoy en día casi desaparecido, las gachas de difuntos o de santos, hechas con harina anisada endulzada con arrope y calabazate. Pero, sobre todo, dulces capaces de conservarse durante mucho tiempo y suministrar una fuente de energía fácilmente digerible durante los meses fríos. Como los pastelillos de boniato.
En estas fechas de Todos los Santos y el Día de los Difuntos, el grito de «¡arrope y calabazate!» se enseñoreaba de nuestras calles a lomo de enjaezadas y pintorescas borriquillas que portaban en sus alforjas la golosa y negra mercancía. Iban conducidas por sus no menos pintorescos dueños, inconfundibles en sus típicos atavíos, produciendo su mercancía, en niños y mayores, las primeras bigoteras negras de la temporada. Ahora, el despacho de esta rica golosina se realiza muy de tarde en tarde y en motorizados medios.
Y todo esto ¿por qué? Es que la muerte y el culto a los difuntos, va más allá del hito anual del cambio de estación y de las novedades gastronómicas, en los aledaños del día 1 de noviembre se llenan de misterio y de culto a los muertos y a sus almas, no se celebra sólo en las culturas mediterráneas.
Llegada la festividad, se encuadraba en dos grupos. El más numeroso acudía al cementerio, para permanecer durante horas ocupados en diversas actividades, siendo la más lucrativa para los niños al ir cosechando la cera que se solidificaba una vez derretida en las velas, para posteriormente salir con ella a la puerta, donde era comprada por diversas personas dedicadas a tal menester, siendo pagadas con algunas monedas o cualquier chuchería. Algunos niños, generalmente monaguillos, acompañaban a los sacerdotes en recorrido itinerante por todas las sepulturas, donde se rezaban responsos a voluntad de los familiares. También recorrían el cementerio las dos campanas de auroros de las Cofradía del Rosario, cantando ante los sepulcros diversas salves y principalmente la llamada de Ánimas.
En el pueblo sólo se oían las campanas sonando todo el día, en el llamado toque de difuntos. La jornada acababa vaciando melones o calabazas, para colocar en su interior alguna vela encendida, y así confeccionadas, colocarlas en los lugares más oscuros de las calles para intentar asustar a algunos niños con supuestas apariciones fantasmales. Las tradicionales calabazas, las venden como algo traído de los países anglosajones.
Un lúgubre suceso ocurrió en 1922, en el cementerio, cuando varios obreros que allí trabajaban se refugiaron, huyendo de la lluvia, en una casilla cuya techumbre, resentida por las aguas, se desplomó sobre ellos causándole la muerte a José Moya. Otros sufrieron heridas de importancia. Tendremos que recordar los versos del poeta latino Gayo Valerio Catulo: «Los astros pueden morir y volver; pero nosotros, una vez que muera nuestra breve luz, deberemos dormir una última noche perpetua».
Fuente: http://www.laverdad.es/