POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Al pensar en Timor, lo primero que nos viene a la cabeza es aquella isla al sur del archipiélago malayo a la que conocemos con este nombre, que dicho sea de paso es una variante de “Timur” que significa en dicho idioma “Este”, del cual lo recibe la citada isla por encontrase así ubicada. También cuando recordamos a la isla de Timor, la encontramos relacionada con las Hermanas de la Virgen María del Monte Carmelo o las “Carmelitas de Orihuela” como son conocidas en el ambiente carmelitano, y que, a través de once comunidades desarrollan su labor apostólica en Timor Oriental, en una policlínica, en jardines de infancia y escuelas, en albergues infantiles y de adultos, así como aquellas otras dentro del campo espiritual propiamente dichas.
Sin embargo, aunque puede ser relativamente poco conocida, los oriolanos podemos identificar Timor con una estrecha calle, de las que Gisbert incluye en distrito centro o casco, que arranca de la calle de la Feria hasta llegar a la sierra y que tiene su inicio lindando al Este con el antiguo palacio de Portillo, actual Sede de la Caja Rural Central. El citado Gisbert, sólo dice de dicha calle que “perpetua un noble apellido”, como afectivamente así es. Probablemente el nombre venga por disponer en ella su domicilio personajes de dicha familia, al igual que ocurre con la de Bellot (callejón “Empedrao”), Meca o Soleres.
Precisamente, a un personaje apellidado Timor que me atrevería a calificarlo como segundón, es sobre el que vamos a tratar y que nos dirigirá hacia otros temas del pasado. Nos referimos a Salvador, hijo del ciudadano Juan Timor y Salvadora Gaín, los cuales además tuvieron tres hijos, un varón difunto en la época en que nos centramos y dos doncellas (Mariana y Antonia). El citado Salvador era presbítero y el día 4 de agosto de 1733 otorgaba testamento ante el notario Juan Bautista Ramón, nombrando como albaceas a sus tíos Isidoro Gaín, escribano y secretario del Cabildo Catedral y Juan Timor, canónigo. Este último, puede que sea uno de los personajes de “Los oriolanos de antaño” del Cronista Oficial Rufino Gea, y que aparece como padrino del protagonista.
Pero, volviendo a Salvador, como no podía ser menos, después de hacer profesión de fe, buscaba como intercesora a Nuestra Señora de Monserrate. Pedía que su cuerpo fuera enterrado con ropas sacerdotales, “puesto en un ataúd nuevo forrado de negro” en su sepultura propia en la catedral junto con los cuerpos de su padre y hermano. Eran momentos en los que las cofradías y muchas personas de linajuda familia tenían su última morada en el interior de las iglesias, bien en las capillas o en el plano de las mismas, creando verdaderos problemas higiénicos sanitarios cuando era preciso limpiar los “carneros” o sepulcros. Para ello, había que cerrarlas durante un mes. En la catedral, se efectuaba en invierno, trasladándose el coro y demás funciones a la iglesia de Santa Lucía de las dominicas y los capítulos del Cabildo se celebraban en el domicilio del deán. Al regresar, después de haberse procedido a la citada limpieza, se solía quemar en la iglesia y capillas dos o tres libras de pimienta, de igual manera que, en algunas festividades para contrarrestar el hedor que desprendía la putrefacción de los cadáveres se empleaban perfumes.
Pero antes de que fuera soterrado su cuerpo, Salvador Timor dejaba ordenado que a su entierro con música, que sería pagada de sus bienes, asistiesen las tres parroquias (Salvador, Santas Justa y Rufina y Santiago) como cofrade de San Pedro y San Pablo, que era propia de los eclesiásticos vinculados a la catedral. En el trayecto se deberían efectuar tres paradas, que interpretamos que se está refiriendo a momentos en los que el cortejo fúnebre se detenía por tres veces rezándose un responso, tal como hemos conocido cuando no se estilaban los tanatorios y, desde el domicilio del fallecido, el féretro que contenía el cuerpo portado a hombros era llevado por la calle hasta la iglesia en la que se celebraba el funeral. Me viene a la memoria una anécdota de dos singulares personajes oriolanos, muy amigos: Don José Ezcurra, cura de la catedral y Antonio Rodríguez de Egío “El Macando”, propietario del Bar Zara. Este último era muy supersticioso y cuando se iba a efectuar un funeral en la parroquia del Salvador, el simpático cura chantajeaba al amigo, diciéndole que si no le enviaba el desayuno, le hacía una parada con el ataúd frente al bar. Al negarse, cuando llegaba el entierro que iba por la calzada, el cura ordenaba que subieran a la acera y detenía el féretro donde había dicho. Ni que decir tiene que “El Macando” salía corriendo pronunciado toda clase de insultos.
Pero, anécdotas aparte y continuando con el entierro de Timor, éste mandaba que para portar su cuerpo debían asistir doce pobres con antorchas. Esta costumbre, la vemos también años antes, en 1727, con el maestro de Capilla de la catedral, Matías Navarro, que en su testamento otorgado ante el notario Bautista Ramón ordenaba la presencia de tal número de pobres. Algo, que hemos conocido siendo este encargo hecho a “viejos del Asilo” que portaban velas. Por otro lado, por “El Diario” sabemos que, el 12 de abril de 2012, formaron parte del cortejo fúnebre del joven abogado y concejal del Excmo. Ayuntamiento, José Calvet Más, formaron parte dos largas hileras de asilados de la Beneficencia y de los Ancianos Desamparados, así como que del ataúd pendían seis cintas que eran asidas por compañeros de la Corporación Municipal, abogados y comerciantes.
A través del entierro de Salvador Timor, hemos ido de la mano para recordar otros asuntos. De igual forma que su testamento nos ayudará a rememorar más cosas de tiempos pasados.
Fuente: http://www.laverdad.es/