POR JUAN JOSÉ LAFORET, CRONISTA OFICIAL DE GRAN CANARIA
Pasó la celebración del 24 de junio, la conmemoración anual del nacimiento de la ciudad, de la voluntad fundacional con la que sus primeros habitantes arribaron a esta isla y se propusieron transformar en urbe con vocación de progreso y de futuro aquel pequeño campamento militar inicial. Pasó esta festividad cívica, adobada con los fuegos y bendiciones del señor San Juan -patrono de sus más reconocidos fundadores, Juan de Frías, Juan Rejón y Juan Bermúdez-, y con las viejas tradiciones de las culturas mediterráneas propias de las antiquísimas celebraciones y rituales del solsticio de verano, que en los últimos años en Las Canteras han alcanzado cotas de una nueva y actualísima personalidad.
Pasó, pero como cada año ahora llegan los días que nos traen la memoria de la que, con toda seguridad, si exceptuamos el paso de Cristóbal Colón, en su viaje auroral de un Nuevo Mundo, por aquella aún primigenia población, constituye la segunda gran efeméride de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad Real de Las Palmas, no sólo por lo que supuso para la gente y para la urbe entonces, sino por el vuelco que sufrió la ciudad en el devenir que había tenido hasta ese momento. Tanto que se puede sugerir que si en junio de 1478 se asentaron las bases de la fundación de la ciudad, en ese mismo mes de 1599, 121 años después, con el ataque de la escuadra al mando del almirante holandés Pieter Van der Does acaecido el día 23 de junio y la ocupación de la ciudad que se prolongó hasta el 8 de julio, se asistió de forma trágica a cruentos acontecimientos que forzarían una primera refundación, en parte en lo urbano, en parte en sus estructuras y sus relaciones económicas, mercantiles, en parte en el mismo carácter e idiosincrasia de sus habitantes. Una segunda ciudad, en su forma y en su modo de ser, que casi perduró hasta la mitad del siglo XIX, si excluimos el magnífico paréntesis que supusieron los años de la ilustración, que incluso, con sus luces, alumbró gran parte del siguiente siglo.
En estos últimos días de junio y primeros días de julio, como cada año desde hace siglos -aunque sea cierto que en distinta manera y grado, este año las conmemoraciones se centrarán entre los días 2 y 4 con un significativo programa de actividades que prepara la Mesa de El Batán con la colaboración de los ayuntamientos de Las Palmas de Gran Canaria y de Santa Brígida, junto al Regimiento Canarias nº 50, «el del Batán», y la Real Sociedad Económica de Amigos del País-, la población grancanaria siempre percibió con claridad la existencia de una efeméride que, generación tras generación, guardó en el fuego sagrado de sus recuerdos, de su memoria histórica y de sus convicciones más íntimas.
Con las brasas aún calientes de los fuegos del Señor San Juan, aquel final de junio de 1599, llegó a la Muy Noble Ciudad Real de Las Palmas otro fuego que la marcaría de forma trágica y definitiva. El fuego de Van der Does fue el de la enorme pira de leña del vigía en lo alto de Las Isletas que señalaba el enorme asombro con el solitario guardián de aquella cumbre isletera veía llegar tan numerosa y poderosa escuadra, el de un certero cañón del viejo Castillo de la Luz, el de un heroico arcabuz en la caleta de Santa Catalina, el de las antorchas que, en la noche, señalaban la tenaz resistencia en la muralla norte, entre la Casa Mata y el torreón de Santa Ana, convertida en auténtico muro de martirio, y fue también el fuego eficaz, potente, de la artillería de los navíos holandeses, el fuego abrazador de un sol inmisericorde que, en la denominada Batalla de El Batán el 3 de julio, hizo flaquear y rendirse a quienes se aventuraron adentrándose por el cauce del Guiniguada, el fuego, rencoroso y vengativo, que incendió una población que nada pudo hacer por defenderse de quienes huían de un misterioso ejército surgido, entre el batir incesante de tambores, en el espejismo del tórrido calor del estío insular. Incluso podemos recordar, ahora que se resaltan los valores histórico-patrimoniales del Palmeral de Maspalomas, que también el almirante Van der Does recaló por allí el 9 de julio para hacer aguada antes de proseguir su viaje con rumbo sur.
Estos son los fuegos que recuerdan unos hechos reales y concretos, acaecidos entre la madrugada del 26 de junio y el 8 de julio de 1599. Sin embargo, el recuerdo de aquella tragedia, de aquella «victoria vencida», como la definió en uno de sus versos el poeta Cairasco de Figueroa -que también se alzó como uno de los bravos defensores de la isla, aunque se hizo imprescindible que su papel se centrara en el de negociador con el propio Van der Does que, caprichos del destino, se había instalado cómodamente en la propia casa del canónigo-poeta -, el influjo que tuvo en la posterior conformación de la urbe, en la idiosincrasia de una población, para la que ya nada fue igual a partir de entonces y que siempre atesoró estos acontecimientos como uno de los hitos de su memoria colectiva, el recuerdo de aquellos fuegos se convirtió en el fuego sagrado de una indiscutible y primerísima efeméride grancanaria. Unos hechos y unos recuerdos históricos tan presentes y señeros que el propio inolvidable historiador Don Antonio Rumeu de Armas, en el inicio del Coloquio Canarias y el Atlántico, organizado en la Casa de Colón en abril de 1999 con motivo del 400 aniversario de esta efeméride, no dudó en señalar y resaltar textualmente como «¿éste fue sin duda el hecho político, militar y naval más importante ocurrido a lo largo de toda la historia de Canarias?».
Fuente: http://www.laprovincia.es/