POR PEPE MONTESERÍN, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS)
Conseguí verla sin dormirme, pero no es mérito de Justin Curzel, su director, sino mérito mío y del café Toscaf que salió a mi rescate. Mi experiencia anterior había sido con el Macbeth de Orson Welles, que siempre se me atragantó. Fassbender y la Marion Cotillard aburren a los páramos con sus reflexiones cansinas, les faltó vocación de asesinos, carecieron de la ambición que debía caracterizarlos. No me sobrecogieron los actores, la acción ni la omisión; la fotografía postalera, los primeros planos abusivos, la música insoportable y no digamos los ruidos: las espadas al desenvainarse, los puñetazos al tropezar con las mandíbulas, las hojas del otoño y los copos de nieve cuando se estrellan en el suelo; todo suena. Suena la sangre que brota, suena la niebla como celofán, suenan las sombras errantes y, lo peor de todo, suena demasiado Shakespeare.
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