EMIGRACIÓN MASIVA DE ULEANOS A CATALUÑA
Ene 15 2016

POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)

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La sociedad uleana, en la década del 1925 a 1935, estaba convulsa y desconcertada. Las frutas y hortalizas de las huertas, no tenían venta y todas las minas de hierro y plomo, habían cesado en su explotación, por quedar obsoletas y ser antieconómicas. Como consecuencia, el paro obrero era, cada vez, más elevado y, por consiguiente, la higiene y alimentación eran cada día más precarias. Todo ello acarreaba la malnutrición y enfermedades devastadoras, hambruna y elevación del índice de mortalidad.

Ante tales perspectivas, se abrió la veda a la emigración y, los vecinos, se vieron obligados a abandonar el pueblo que les vio nacer y poner rumbo a Cataluña; Tierra de Promisión.

Fue en el año 1932 cuando comenzó el éxodo de los pueblos murcianos. El periodista Carlos Sentís, describió la epopeya en una serie de reportajes, que se publicaron en el semanario catalanista ‘El Mirador’. En dicho periódico se decía que los murcianos eran inmigrantes de los ojos enfermos, llegados a Barcelona en el año 1932, como verdaderos rebaños; hasta el punto que parecían personas venidas de África. Sí, apostillaba tenían los ojos malos, como se dice de las bestias. Además, prosigue el periodista, ‘eran la mayoría analfabetos y, por si fuera poco, comunistas’. En un alarde sin parangón, llegó más lejos todavía al considerar a estos murcianos y andaluces ‘una raza inmunda que merecía la eugenesia’.

Los vecinos de nuestro pueblo, a pesar de las noticias venidas de Cataluña, no tenían más remedio que emigrar: era cuestión de subsistencia. El columnista Sentis, que ponía a los murcianos como personas indeseables, narraba qué, desde el levante español se fletaban dos líneas de autobuses piratas; una salía desde Lorca y la otra desde Murcia, siendo la de Lorca la que se adentraba a los pueblos del Valle de Ricote y, como consecuencia, recogía a los emigrantes de Ulea.

A Barcelona llegaban en autobuses atestados de personas y enseres, totalmente hacinados. A dichos autobuses, en las columnas de la revista catalana ‘El Mirador’, les bautizaron con el nombre inmisericorde de los Autobuses de la Trans-miseria. Sí, no se froten los ojos; tal como constaba en la susodicha revista. Los autobuses carecían de licencia ni concesión alguna; se trataba de vehículos pirata.

Desde Ulea a Cataluña, costaba el billete, la cantidad de 200 pesetas por persona y equipaje; dinero que tenían que pedir prestado a familiares y amigos con la pretensión de devolverlos cuado ahorraran con el salario de su trabajo. Era mafia pura y dura, a la que las autoridades hacían la vista gorda, aunque, a veces según refiere el periodista Carlos Sentís, que efectuó un viaje desde Lorca a Barcelona para efectuar un reportaje realista; tan real como la vida misma, en aquella época tan aciaga.

Sí, en aquél viaje compartió asiento con 28 pasajeros, 25 palomas, 4 gallos, un perro, un pollo que saltaba de falda en falda de las mujeres. Además, el segundo chófer llevaba 21 canarios, que vendía al precio de dos duros cada uno. Entre las maletas portaban una cama desmontable, una uva de dátiles y colchones enrollados, en donde escondían los objetos más variopintos.

La descripción del viaje, parecía una tragicomedia; era demoledora. Sí, entre los viajeros se encontraban mujeres de dudosa reputación, según el columnista de El Mirador, que las denominaba mujeres de a vía, porque se dedicaban a alborotar a la gente que se iba incorporando durante la ruta. En ese juego entraban los chóferes, que detenían el vehículo en ventas y ventorrillos, con la excusa de tomarse un cafetito, para evitar que les diera sueño.

Sí, a Barcelona marcharon, en el año 1932, unos 225 vecinos, dejando en el pueblo a los ancianos y niños, con la firme promesa de regresar a verlos o, llevárselos a Cataluña tan pronto como la ocasión fuera propicia.

Ese autobús renqueante, que hacía un viaje semanal desde Lorca a Barcelona, con una escalera lateral para subir maletas y pasajeros, con el fin de acomodarse en la baca, en lugares donde estuvieran resguardados del frío y quedaran, a buen recaudo, protegidos de la carbonilla y los gases producidos por la combustión del gasógeno. Sí, en el paraje de los árboles grandes, decían adiós los Martínez, Pagán, Ruiz, López, Palazón, Garro, Carrillo, Moreno y, tantos otros, que dejaban su patria chica, en busca de un mundo mejor. Con lágrimas, que surcaban sus mejillas de manera clandestina, decían adiós a su pueblo y, a sus seres queridos. Muchos de ellos jamás regresaron y, de algunos, nunca se tuvieron noticias.

Este periodista, Carlos Sentís, narraba la cruda realidad de esa aventura en la que los viajeros, cuando efectuaba una parada técnica el autobús, se abalanzaban a las higueras de los aledaños, con la finalidad de comer unos higos; aunque aún no estuvieran maduros.

En fin, así narró las peripecias de las 27 a 30 horas que se invertían en el trayecto; hasta pisar tierras catalanas: tierras de promisión, decían algunos. Sí, también pudo comprobar el índice de analfabetismo de los emigrantes y el espanto que les producía cuando, sin esperarlo, el chófer les indicaba que se apearan de urgencia y se escondieran entre las malezas del campo, tan pronto como avistaban algún miembro de la benemérita que hacían los controles de la carretera.

Salían despavoridos del autobús y se camuflaban en la espesura de las malezas, aunque, sorprendidos, observaban que dialogaban con los agentes del orden, recibían un regalo del chófer, se daban la mano y se decían adiós, esbozando una sonrisa de complicidad. Al instante desaparecían y dejaban la carretera libre. En esos momentos llamaban a los pasajeros dispersos y reanudaban el viaje. Pura mafia.

Nada más, pasados unos meses, el día 8 de diciembre, de dicho año 1932, el periodista escribió un tercer reportaje en la revista El Mirador, describiendo a Terrassa (Tarrasa para los españoles y Egara para los leídos), como la capital de la nueva Murcia. Verdaderamente lo era, ya que, de las 25.000 personas que allí malvivían, 20.000 eran de Murcia. Por consiguiente, por razones obvias, no se hablaba, casi nada, el catalán, concluía en su escrito el señor Sentís.

Los murcianos vivían en tugurios inmundos, que solamente podían soportar inmigrantes desafortunados, de categoría inferior. Se hacinaban entre montañas de inmundicias y en covachas cuyas paredes y tejados eran de cartones y latones algunas, las mejor acondicionadas, disponían de tablones de madera. Los montones de basura atestaban la zona y, por allí, deambulaban, en opinión del corresponsal dos clases de seres: los cerdos con sus lechones y los inmigrantes murcianos y andaluces.

La vida, en esos callejones inmundos, era hostil, insalubre e inhumana y, como consecuencia, se producía una creciente criba, entre sus desafortunados moradores: suponía una selección natural de la que sobrevivían unos pocos. Sí, el índice de enfermedades infectocontagiosas, y de mortalidad, era tan elevado que llegó a cotas alarmantes.

Sentís concluía diciendo en su relato que los residentes no pagaban los impuestos de aquellas chavolas inmundas y claro la pela es la pela. A través de su crónica describe una serie de anécdotas de tipo peyorativo: los chiquillos de aquellos poblados escarban en el estiércol con el fin de recobrar objetos que pudieran serles útiles y, las chicas, recogían flores marchitas que merecieran ser usadas como adornos personales. La prostitución, el analfabetismo y el tracoma eran compañeros inseparables de los moradores de aquellos barracones.

En otras publicaciones, concretamente en ‘El Bé Negre’ (El Cordero Negro), publicado el día 17 de noviembre del año 1933, en un recuadro con muy mala uva se sentencia: España para los españoles y Cataluña para los murcianos. Sin lugar a dudas qué, con estas expresiones, enardecían e incitaban a la opinión pública de que los africanos: refiriéndose a los andaluces y murcianos, habían traído a Cataluña el comunismo libertario.

Las revistas catalanas, no todas afortunadamente, preconizaban que los africanos querían borrar el nombre, de Cataluña, del mapa, por medio de un corredor Mediterráneo que les uniera a las regiones murciana y andaluza.

Jesús Laínz, en su obra literaria ‘España contra Cataluña’, relata la Historia de un fraude. En la revista ‘Nosaltres sols’ (Nosotros solos), consideran a los murcianos como rebaños de gente que van llegando a Cataluña de forma continuada. Sin más dilación, se hacen la siguiente pregunta: ¿Qué vienen a hacer, aquí, los murcianos y andaluces? Ah, sí, enseñar sus miserias por nuestras calles.

Esta publicación de ¡Nosaltres sols¡ moderaba la opinión que tenían de los murcianos y andaluces pero, a la vez, hacía hincapié de que eran extremistas y reaccionarios y, por consiguiente, los nativos, debían esquivar a estos inmigrantes que dan a las ciudades un aspecto sucio y depravado; con sus maneras de ser y comportarse.

El Instituto de Investigaciones Económicas de la Generalidad Catalana, no tardó en publicar el siguiente manifiesto ‘Per la preservació de la raca catalana’. La propuesta estaba encaminada a crear ¡La Societat Catalana d´Eugenesia’. No prosperó tal sugerencia y el A.D.N. de los murcianos, el mismo que el de los catalanes que trajeron a Murcia durante la Reconquista y, del que los murcianos nos sentimos orgullosos, prosperó en el pueblo catalán.

Cuando escribí este artículo, en la Navidad del año 2012, compruebo la desazón de nuestros emigrantes uleanos, pero, al mismo tiempo siento gran tristeza al comprobar la falta de memoria histórica de los catalanes.

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