«En mi vagón éramos ocho belgas. Al cabo de media hora de viaje los ocho estábamos ya reñidos unos con otros.
Cada uno de mis vecinos tenía opiniones claramente definidas sobre el papel que íbamos a desempeñar en España: el uno, pretendía que un simple paseo a través del país impondría su pacificación inmediata; el otro, hablaba de fabricar obuses, y un tercero, afirmaba que íbamos a civilizar una nación de salvajes.
Como buenos belgas, defendían sus ideas con un encarnizamiento que fatalmente debía de concluir en disputa. Circulaba ya el rumor de que los Internacionales luchaban en Madrid y de que habían sufrido enormes pérdidas. Pero lo que concluyó por poner de acuerdo a todos mis compañeros fue su común hostilidad hacia mí por mi obstinación en no participar en sus disputas.»