POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Las tierras de Ulea, fronterizas con del campo de Molina, eran ricas en viñedos de gran calidad. Durante bastante más de un siglo, pasaron a manos de los capitalinos, a quienes, por unas prebendas un tanto oscuras quedaron en poder de La Compañía de Jesús.
Sin embargo, en el año 1767 fueron expulsados por instigar el motín de Esquilache, y desposeídos de todas las haciendas en los campos de Ulea y Molina. Tras este reajuste territorial, gran parte de los terrenos vinícolas de Ulea, pasaron a manos de la familia Zabálburu.
Molina, con la pretensión de hacerse con los terrenos colindantes, mantuvo pleitos con todos los pueblos limítrofes, con el fin de expandir sus territorios hasta los linderos de Cieza y Jumilla, aprovechando los años de incertidumbre 1700 a 1713 en que se desencadenó la guerra de Secesión.
Encontraron un serio obstáculo en el camino: la resistencia de los aguerridos campesinos de nuestras tierras que defendieron sus predios con uñas y dientes; y con la razón. De esta manera, conservaron los campesinos sus campos, impidiendo la expansión de los Fajardo, y siguiendo cosechando sus viñedos, de los que obtenían caldos de gran calidad.
La estructura administrativa y social, funcionó hasta la desamortización del siglo XIX, reflejando la riqueza de los campos de en la época medieval.
En esos terrenos, que querían conquistar los Fajardo, se cosechaban uvas de gran calidad, de las que se obtenían unos vino exquisitos, dando las autoridades competentes la prioridad para consumir sus vinos y, vender sus excedentes, dado que, hasta el advenimiento del coñac, el aguardiente y el vino, eran las únicas bebidas alcohólicas autorizadas.
Como en las tabernas públicas de nuestro pueblo, y en las casas sobre todo, en las del campo se consumía aproximadamente la mitad de la cosecha, tenía que venderse el sobrante. Al estar prohibida la venta ambulante, por medio de mercaderes arrieros, funcionó la venta clandestina, dada la superior calidad de los vinos.
Corría el año 1739 y, ante los rumores de la venta a hurtadillas, y la necesidad de regular el mercado, se vio obligado el regidor a convocar una reunión urgente con la corporación Municipal y el párroco Juan Pay Pérez, cabales y justos ejecutores, dictando una orden en la que se prohibía la entrada de vinos foráneos y poniéndoles tarifa de precios; a los que debían atenerse.
Como es lógico, sabedor de la venta clandestina de los excedentes de vinos uleanos, advirtió de que recaerían las sanciones pertinentes a quienes fueran sorprendidos, aunque les dejó entrever que ellos no serían los denunciantes; pero, sí, se verían obligados a cursar las denuncias que llegaran al Ayuntamiento, en cumplimiento de dicho decreto.
Como consecuencia de las antiguas ordenanzas de los siglos XVII y XVIII, era obligado consumir en primer lugar, el vino que producían las uvas de los viñedos de los campos, prohibiéndose la venta de vinos forasteros; aunque, algunos especuladores bajo mano, conseguían comprar uvas de otros viñedos que eran más baratas, y las mezclaban con las uvas de nuestras tierras.
Se daba la circunstancia de que los cosecheros de uvas solían ser en su mayoría, los propios regidores y familiares allegados y, de esa forma, pasaba lo que pasaba.
En Ulea, como en todos los pueblos de la comarca, los médicos titulares estaban obligados a comprobar la bondad de sus vinos y certificar su calidad para el consumo.
La venta de los vinos, de la cosecha de cada temporada, se efectuaba a la entrada del invierno, generalmente en los meses de noviembre y diciembre. Aquí, como era costumbre, el regidor se reunía con sus ediles y los cosecheros y, como era uso y costumbre, ponían el precio a los vinos; oscilando según la cantidad y calidad de las uvas.
A finales del siglo XVII, casi todos los años, se acordó que el azumbre de vino nuevo se vendiera a seis cuartos de vellón.
Para su observancia y el cumplimiento de las ordenanzas que acordaban los miembros del Consistorio y los cosecheros, se encargaban los caballeros, fieles ejecutores y los Regidores, Antonio de Roda y Francisco Abellaneda para que, tras su inspección, celen por que se cumplan las buenas costumbres y se denuncie a quienes las contraviniesen.