POR ENRIQUE DE AGUINAGA, DECANO DE LOS CRONISTAS DE LA VILLA DE MADRID
En primer curso, los profesores de teoría del periodismo explicamos que uno de los factores objetivos de interés general es lo fácil, frente a lo difícil; la mediocridad, frente a la calidad; lo simple, frente a lo complejo. Así se explica la simpleza de dar a las calles nombres de personas y que ahora asombre la proposición de que las calles tengan nombres de calles, como los perros tienen nombres de perros.
Tan incrustada está la costumbre de señalar las calles con nombres de personas, que hoy resulta difícil ponerles nombres de calles. Al más corto concejal siempre le queda la ocurrencia de pedir la palabra para proponer que esta o aquella calle reciba el nombre de esta o aquella persona, sobre todo si acaba de fallecer. Y que conste en acta. No hay homenaje municipal más barato y menos imaginativo.
Lo malo es que el concejal pide la palabra y la simpleza entra en el conflicto de las categorías y de los aspavientos sandios: ¿Como es posible que fulano no tenga una calle entre nosotros? ¿Cómo vamos a tolerar que la tenga perengano? ¿Cómo es que a mengano se le ha dado una calle de segunda, cuando a perengano, que no le llega al zapato, se la dieron de primera? La calle como unidad de medida de la importancia personal y todos tan contentos, como el tonto con la tiza.
Lo cierto es que las calles siempre han tenido nombres de calles (históricos, funcionales, descriptivos, anecdóticos, orientativos) hasta el siglo XIX y su culto a la personalidad. El siglo XIX, que tiene la buena idea de plantar árboles en las vías públicas, tiene la peregrina ocurrencia de bautizar las calles con nombres de personas.
«Esta mala costumbre de ponerles nombres de personas que nos viene de los franceses es un error. Yo no recuerdo que haya en Inglaterra una calle Shakespeare» le decía Borges a Sábato. A Ramón Mesonero Romanos, egregio predecesor en la crónica, a quien tanto admiro, no le perdono dos iniciativas: la de trasladar la estatua de Felipe III al centro de la plaza Mayor y la de dar nombres de personas a la calles de Madrid.
En el mismo siglo XIX, enseguida, aparece la enfermedad endémica de las calles revestidas de personajes: la mudanza de los nombres, según las mudanzas políticas. Con la revolución de 1868, al grito de «¡Cayó para siempre la espuria raza de los borbones!», cayeron los rótulos del reinado anterior y, en 1875, con la primera Restauración, otros cayeron y otros se restituyeron. La danza se repite con virulencia en 1931, en 1936, en 1939 y en 1979, de modo que la plaza Mayor de Madrid ha tenido sucesivamente una decena de nombres.
Tanta mudanza ha incurrido en los más diversos agravios, rifirrafes, exageraciones y ridiculeces. Manuel Azaña lo registra irónicamente en plena guerra, en «Cuaderno de la Pobleta», con el ejemplo de la calle de Antonio Maura que pasó a denominarse “Calle de las Milicias de Retaguardia de las Juventudes Socialistas Unificadas”.
Y el concejal Jaime Cortezo cuantifica el perjuicio, cuando, en 1980, presenta al Pleno del Ayuntamiento un estudio económico, según el cual el cambio de los nombres de veintisiete calles suponía un coste de l.400 millones de pesetas. De este cambio se salvaron las calles de la Cruzada, de los Voluntarios Catalanes y del Príncipe, porque el Instituto de Estudios Madrileños advirtió que no se trataba de referencias inmediatas, sino de un Tribunal del siglo XVII, de una unidad militar del siglo XIX y de un príncipe que no se llamaba Juan Carlos.
Para más detalles, véase el estudio “Instrumentación política partidista de la Toponimia. Periodos que se inician en los años 1931, 1939 y 1980”, de Luís Miguel Aparisi, autor de la monumental “Toponimia madrileña” (2001).
No improviso. Soy veterano en la propuesta de la toponimia clásica, de los nombres naturales. Cuando andaba de aprendiz, en los años cuarenta, de mi maestro Mariano Rodríguez de Rivas aprendí la dificultad de que las calles tengan nombres de calles. Así lo he mantenido, desde que tengo uso de razón matritense, como cronista. Y he predicado con el ejemplo, no siempre sin fruto.
A mi iniciativa se debe que, en 1951, el eje Julián Marín-Avenida Circular de la Plaza de Toros no se llamase de Manolete o de Vicente Pastor, sino Avenida de los Toreros, nombre funcional, en cuanto que esa es la vía por la que los toreros (¡aquellos coches de caballos de los picadores!) van a la plaza. Por mi intervención, en 1956, con todas las consideraciones para el escritor, la calle de la Manzana, que está en el plano de Teixeira, siguió siéndolo y no de Luis Araujo Costa, como se propuso formalmente en homenaje mostrenco.
Siendo considerables los argumentos contra la arbitrariedad y el conflicto, el argumento del homenaje mostrenco es el principal porque el nombre de la calle no supone homenaje, porque el nombre de la calle no añade fama alguna al que ya la tiene ni se la da al que carece de ella. En este caso, el nombre se convierte en un puro fonema y se dice calle de Castelló como se podía decir calle de Llotecas.
Fernando Fernán-Gómez observa y escribe en ABC que “cuando el nombre de una persona notable se utiliza como nombre de una calle, deja de ser persona notable para convertirse en eso: en una calle. Menéndez Pelayo ya no es un sabio filólogo sino una hermosa calle con vistas al Retiro”
El otro día se quedaron mudos un ex alcalde de la Villa (Juan Barranco), un candidato a la presidencia de la Comunidad (Alberto Ruiz-Gallardón) y una portavoz del Parlamento de Madrid (Isabel Vilallonga), cuando, en televisión, en directo, les pregunté a qué o a quien estaba dedicada la calle de Castelló. Y la Administración municipal, requerida por escrito, ha sido incapaz de decirme quien es ese Silvano que, con grandes rótulos, tiene su calle sobre la M-40. Pruebe usted a preguntar a que príncipe se refiere la calle del Príncipe.
Poéticamente («El arte de repensar los lugares comunes»), lo dijo Pedro Mourlane Michelena, del que ni uno más se acordaría, si tuviese una calle: «Dejar nuestro nombre a una calle es poco; dejarlo en una estrella, demasiado; quede, que es lo justo, en el casco de un barco vagabundo».
(Publicado en “Comercio-Industria”, Madrid, mayo de 1994)