POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Han pasado 50 años desde que nos vimos por última vez. Los dos estábamos vinculados en el cuartel de Infantería ejerciendo la milicia. Sin embargo, tú eras sacerdote y yo, médico. Ambos ejercíamos uno como cura castrense y el otro como médico; en las compañías que nos habían asignado.
Hace unos meses, los dos ya septuagenarios, nos encontramos en Madrid, en la Biblioteca Nacional y, evocamos nuestra vida y milagros de cuando éramos unos veinteañeros, incorporados por azares del destino en el mismo cuartel militar. Las preguntas y respuestas no se hicieron esperar y, la expresión ¿Te acuerdas de…?, flotaban en el ambiente.
Nuestro trabajo estaba circunscrito a la jurisdicción militar que nos habían designado nuestros superiores del Ejército. Por tal motivo, tú llevabas sobre la vestidura talar una galleta con las estrellas que indicaban tu graduación en la milicia y yo, cuando iba con camisa militar de manga corta, también. Durante los días festivos y, cuando teníamos que salir del cuartel llevábamos las estrellas en las hombreras, en las bocamangas de la guerrera y en el gorro militar pero siempre, con el distintivo de nuestras profesiones.
Al disponer de tiempo libre, hicimos buena amistad. A la sazón, tú tenías 27 años y yo 26. En una de los días festivos, se acercó por el cuartel mi novia que había venido desde Andalucía en compañía de su hermana para pasar el día conmigo. Al darnos unas horas libres, salimos del Campamento y paseamos por la ciudad en tu compañía.
Sí, hasta ahora nada de particular tiene cuanto estoy narrando. Todo el día lo pasamos juntos los cuatro, pero tan pronto como se marcharon mi novia y su hermana, regresamos al cuartel y, de improviso, me coges del brazo, te plantas ante mí y, mirando a mis ojos, me dices: Joaquín, yo también tuve novia antes de entrar en el seminario de vocaciones tardías. Sin embargo, me ordené de presbítero y, aún, me acuerdo de ella. He hecho mis votos clericales y se me exige, entre otros, castidad. A pesar de ello, mi fisiología mantiene las hormonas en plena efervescencia; y sueño con ella.
Y me decía “Joaquín, cuando te he contemplado, tan alegre, cogido del brazo de tu novia, mi mente se ha visto invadida por la presencia de la joven que fue mi novia y, como consecuencia, mis hormonas se han puesto en efervescencia; hasta el punto de que se me planteó un dilema: ¿De verdad sigo teniendo vocación sacerdotal o estoy enamorado de ella?. Te miro e intento balbucear unas palabras pero de nuevo, me dices: Llevo un tiempo sumido en enormes contradicciones; sí, Joaquín: tengo un gran dilema. De pronto, como si estuviera haciendo una profunda catarsis, das un giro brusco y me dices: ¿Por qué no se anula el celibato?”
Te escucho con atención y me aseveras que este, es una ley de la Iglesia y, por tanto, se puede derogar igual que se impuso. Escúchame, Joaquín, hace unos meses, fui a Londres y presencié la obra Jesucristo Súper Star y, en ella comprobé que, María Magdalena, estaba enamorada de Jesucristo o ambos entre sí. ¿Es que son incompatibles el ejercicio del sacerdocio y el matrimonio? ¿Por qué no se puede tener una familia y ser sacerdote?
En el campamento militar permanecimos un año juntos, hasta que yo pedí la excedencia en la milicia y me marché a ejercer como médico en la sociedad civil. Tú, quedaste militarizado. Sin embargo, seguíamos en contacto y nos contábamos nuestros avatares. Tú, según me contabas, que seguías de capellán castrense pero la joven; esa novia de tu juventud, la tenías omnipresente.
Al año de desvincularme del Ejército, decidí casarme y, acudiste a mi boda. Tu presencia me alegró sobre manera pero para ti, según me contaste, supuso un verdadero suplicio. ¿Por qué yo no? La pregunta no tuvo respuesta y, como consecuencia, regresaste al cuartel más confundido que estabas.
Ahora, pasados más de 50 años, coincidimos en Madrid, casi irreconocibles y, quedamos en comer juntos en un conocido restaurante. Allí, nos hemos contado nuestras peripecias acaecidas en el aquel campamento militar y, las ocurridas con posterioridad. Mi contertulio pareció estar necesitado de contar cuanto llevaba oculto durante tantos años y que, no supo o no pudo contar a nadie. Probablemente no encontró en muchos años el interlocutor válido.
Las palabras le fluían a borbotones y, apenas me dejaba hablar. Tenía la imperiosa necesidad de verter al exterior toda la ponzoña que creía llevar y que le tenía poco menos que cautivo. No tardó tiempo en contarme que llamó a su chica y, a escondidas, llevaba una doble vida. “No, Joaquín, no,-afirmaba- no he tenido valor a colgar los hábitos ni a dejar a quien ha sido todavía lo es, el verdadero amor de mi vida. He sido consciente de que canónicamente estoy cometiendo una tropelía y, por tal motivo, pedí una dispensa como cura castrense, y me dediqué a dar clases en un instituto de enseñanza media, de las asignaturas de Latín y Filosofía.
Así estuve durante dos cursos escolares pero, siempre surgían el pero, Joaquín, echaba de menos el ejercicio sacerdotal castrense y, como consecuencia, me incorporé, de nuevo. Le miro y, antes de que abra la boca me dice: “Sí, Joaquín, mantengo también a mi familia, son mis pies y mis manos en la vida, a discreta distancia. Tengo la suerte de no ejercer en una parroquia y, al cuartel vengo todos los días y permanezco cuando tengo guardia. El resto del tiempo, lo paso en casa con mi mujer aunque no estamos casados oficialmente”.
Rompe a llorar como una Magdalena. Alza la vista, se enjuga las lágrimas y me dice: “Sigo enamorado de mi novia de toda la vida que ahora, tiene 75 años, pero, a la vez, también sigo enamorado de mi sacerdocio. Por tal motivo, tomé la decisión de convivir con los dos amores de mi vida. ¡Qué gran contradicción!”.
Ahora, el Papa Francisco está derribando barreras pero, para mí ha llegado tarde. Sin embargo, por mi mente pasa pedir audiencia para visitarle en el Vaticano y contarle mi vida. ¿Crees que me recibirá?
“La vida, Joaquín, que pudo ser preciosa, ha significado un verdadero calvario para mí y para mi mujer, que ha sido consecuente con la situación”. La voz se le iba apagando y sabía que le escuchaba con atención.
De pronto irrumpe preguntándose “¿Por qué los curas católicos no pueden casarse como los de otras religiones cristianas?” Sí, Joaquín ¿Por qué?” Nos miramos unos momentos, atónitos, y, tras un silencio sepulcral, nos fundimos en un fuerte abrazo. No tenía otra respuesta.