POR ADELA TARIFA FERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Distinguido Gran Maestre, amigos y amigas cofrades y comendadores de la Orden gastronómica del “Cocido con Pelotas”. Me piden que escriba algo para la primera revista digital que edita nuestra Cofradía. Como el tiempo apremia, suenan ya bajo mi balcón los bandas de la magnífica Semana Santa de Úbeda, y en breve me esperan en Murcia la bella para admirar de nuevo a Salcillo, y comer monas, pastelicos de carne, olivas de Cieza, huevos duros, habas y lo que se tercie, no tengo hoy tiempo para construir el artículo profundo que vuesas mercedes merecen sobre un tema tan sustancial y sustancioso como el que nos congrega: la Gastronomía. Pero me vino a la memoria que una servidora improvisó un discursillo desenfadado cuando el 26 de enero de 2008 ingresó en otra cofradía hermana, la de la Cuchara de Palo de Guarromán, que dirige con esmero desde las hermosas tierras de Olavidia el Maestre Prior José María Suárez Gallego; quien por cierto arde en deseos del esperado encuentro con ustedes. Recordando lo que entonces dije, he pensado que para el mejor hermanamiento que ambas ordenes gastronómicas realizamos el día que vuesas mercedes me hicieron el honor de recibirme como Comendadora, acaso no estaría mal que recordara algo de lo que entonces contaba a los Comendadores del Antiguo Reino de Jaén sobre mis recuerdos del ayer, que ya son memoria, historia, y gastronomía.
Dije entonces, y hoy afirmo, que el noble arte de la Gastronomía es una disciplina humanística de altura. Es la rueda que hasta hace poco tiempo faltaba al carro de la Cultura española. Pues es en la buena cocina donde se fragua dos pilares básicos de la vida: la salud y la felicidad. Ya lo dijo el gran Hipócrates: “que tu alimento sea tu única medicina”. Y yo añado a ello, que tu alimento sea tu felicidad. Porque comparto los postulados de la Ilustración, uno de los cuales era buscar la felicidad de los hombres.
Siendo así, cabe preguntarse en qué consiste la felicidad. Pues, a juicio de quien les habla, una parcela de la felicidad se logra compartiendo mesa y mantel con quien bien quieres, siempre que sobre el mantel haya algo más que duelos y quebrantos, como en El quijote. Y otra, amando a los demás. Pues como escribió una mujer a la que admiro, Concepción Arenal, hay un camino seguro para llegar a todo corazón: es el amor. Cierto es que cada ser humano construye la felicidad a su medida; pero en mi modesta opinión para lograr tan preciado manjar se precisa al menos los siguientes ingredientes: salud buena, dinero suficiente, trabajo justo, familia ejemplar, amigos leales, casa confortable, amor sin medida, y una buena cocina. Todo ello debe adobarse con la capacidad de amar apasionadamente el presente, pensar que no siempre el futuro será peor y recordar lo mejor del pasado pues, como dijo un poeta, el recuerdo es el paraíso del cual nunca podemos ser expulsados. Y ¿qué sería de nuestros recuerdos si eliminamos de ellos los olores y sabores de la infancia?
Cuando yo nací en Cádiar, un bellísimo pueblo de la Alpujarra granadina, en un mes de diciembre de los duros años de la posguerra, de cuya fecha exacta no voy a dar fe, todavía olía el aire a matanza, a cebolla cocida, morcilla y longaniza. Esos olores se mezclaban pronto con los de manteca, harina, almendras y azúcar tostada, bases de aquellos terribles mantecados de Pascua que se pegaban al cielo de la boca y que había que tragar a fuerza de aguardiente.
En aquellas fechas remotas, a los niños nos destetaban casi cuando salían los dientes y el primer sabor, después de la leche materna, era el de una loncha de jamón con tocino, alivio a las doloridas encías. Creo que era un remedio mucho más sustancioso y caritativo que esas piezas de caucho insulsas que hoy muerden los críos. Y cuando el niño era muy llorón, el chupete se mojaba en vino dulce y ¡Santas Pascuas!… Afortunadamente no se habían inventado todavía en el pueblo pediatras ni sicólogos que advirtieran a los padres de los traumas posteriores por dar vino y jamón a una criatura. Salta a la vista que muchos sobrevivimos a tales desmanes gastronómicos, y aquí me tienen, dando testimonio de una época remota. Pero volvamos a la infancia.
Me viene a la cabeza un triste villancico, que no sé todavía por qué se cantaba con tanta alegría: “la Noche Buena se viene, la Noche Buena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más…”. Pues bien, en mi pueblo, Cádiar, pasaban rápidos los años e iban y venían las nevadas. Y los niños, que entonces teníamos muy pronto uso de razón, ya con los dientes fuera, sabíamos desde la más tierna infancia que en las casas olía por la mañana a pan tostado en la lumbre, untado con aceite y ajo; que al medio día olía a puchero, migas y gachas con pimientos asados y costillas de orza, y por la noche a papas fritas a lo pobre, con un huevo, si las gallinas se portaron bien ese día, o a sobreusa de collejas en primavera. En las fiestas señaladas olía a arroz caldoso con conejo; y a bacalao con tomate, en cuaresma. En todas las bodas y comuniones olía a buñuelos, y en las ferias, a garbanzos tostados.
La casa de mi abuela María olía aún mejor: a uvas en aguardiente, que tomábamos los niños sin problema, a sopas de ajo con maimones y picatostes, natillas con galletas borrachas y arroz con leche y canela. Y en cualquier casa olía a pan caliente, vino de tonel y aceite de oliva, que de los otros aceites ni teníamos conocimiento. El aceite y el vino lo conservaban y curaban casi todo, por eso los viejos dicen que “el aceite es armero, relojero y curandero”, y que “aceite y romero frito son bálsamo bendito”. También se tenía entonces por indiscutible que no había buena mesa sin vino, como no hay buen sermón sin agustino. Yo creo que llevaban razón, y mi padre opinaba igual.
Mi padre, hombre sabio y bueno, experto en amor y en gastronomía, estaba seguro de los milagrosos poderes que tenían lo que hoy se llaman “comidas de trabajo” aunque en tales comidas se suele trabajar poco. Porque mi padre, que era director de una pequeña sucursal bancaria (entre otros oficios) y hacía malabarismos para sacarnos adelante, trabajando hasta bien entrada la madrugada, temía como una vara verde la llegada de los jefazos de Granada, en sus inspecciones periódicas al banco. Su objetivo era que las cuentas del banco cuadraran y que no le echaran broncas aquellos banqueros por “aguantar letras” de los paisanos, todos amigos para él, que entonces pagaban a plazos desde la compra de una vaca al lujo de tener en casa un televisor en blanco y negro. Por eso descubrió pronto que la mejor forma de despedir a sus superiores era invitarlos a pasar un rato en nuestra pequeña bodeguilla, lagar rústico pero famoso por atesorar los mejores caldos alpujarreños.
La bodeguilla de mi padre olía de un modo especial: olía a jolgorio. Estaba rodeada de toneles rotulados con la fecha y lugar de las cosechas y decorado con algunos carteles taurinos, un jamón de Jubiles o de Trevelez y buenas ristras de chorizo y salchichón atadas a techo. Tan exquisitos manjares convivían en paz con alguna que otra tela de araña. Doy fe de que cuando, al atardecer, el Director General de turno salía de la bodeguilla con cara de felicidad camino de Granada, mi padre sabía que las letras vencidas podían esperar una semana más. Queda claro que entonces no se había inventado el carnet por puntos y que nadie pensaba que era temeridad terrible ponerse al volante con tamaña alegría dentro del cuerpo; pero gracias a la Virgen de la Esperanza, siempre aliada del buen cura Don Paco, a San Blas, nuestro bondadoso patrono, y a los dioses del Olimpo, especialmente a Bacco, ninguno de aquellos banqueros tuvo jamás un percance en las infernales carreteras que bordean Sierra Nevada. Y gracias a la bodeguilla de mi padre mi familia y muchos de los vecinos de mi pueblo y de los contornos vieron felices a Laurita Valenzuela y Joaquín Prat, en las “Galas de Sábado”, en un flamante televisor; sentados en amor y compañía en la mesa de camilla cuando llegaban los largos inviernos, pasada la Feria, con un brasero de picón y cáscaras de almendra, comiendo rosetas con miel, castañas asadas y pan de higo. Todo un lujo para aquellos tiempos.
Hoy, trascurridos los años, no puedo imaginar cómo hubiera sido mi vida sin el amor de mi padre, Manuel Tarifa, y de mi abuela María; y sin los buenos olores y sabores de la mesa (¡los malos, mejor olvidarlos!) que tanto contribuyeron a la felicidad de una generación que no tenía demasiados motivos para serlo. Y proclamo antes ustedes solemnemente, en este foro de la sabiduría gastronómica que ojalá se ponga el sol donde nos den de cenar aceite, pan, vino y jamón… ¡y cocido con pelotas, por favor! También les ruego que recuerden que la buena cocina hace feliz a los hombres y que nada hay más peligroso para la humanidad que vivir rodeado de seres amargados, resentidos, analfabetos de AMOR. Además, como escribió José María S. Gallego, en su libro sobre el aceite de oliva virgen extra, no existe ningún menester más propicio para estrechar la amistad que el mundo que rodea al arte de la cocina donde se encierra la clave del arte de bien vivir y el origen del buen amor.
Sí distinguidos amigos, la vida es fascinante si la miramos con las gafas adecuadas… y tenemos delante una gallina en pepitoria, que también con este guiso se puede alcanzar la gloria.
GRACIAS DE NUEVO querido, Gran Maestre, Cofrades y Comendadores de la Cofradía del Cocido con Pelotas de Torrevieja, por permitir que participe de vuestra fraternidad y colabore en la revista. Con este lazo de amistad, amor y buena gastronomía habéis logrados que sean más sólidos si cabe los lazos que desde hace casi cuatro décadas me unen a esta bella ciudad de sol y sal; y con este puerto de nunca acabar que nos regala en sus magníficas crónicas nuestro hermano comendador, y Cronista Oficial, Paco Sala. A fin de cuentas cada uno elige sus paraísos particulares. Uno de los míos se llama Torrevieja.
Desde Úbeda, Semana Santa del Señor de 2016
Fuente: https://issuu.com/nippers/docs/cofradia_00_r/1?e=1095939/30000297