POR JOSÉ ANTONIO MELGARES GUERRERO, CRONISTA OFICIAL DE LA REGIÓN DE MURCIA Y DE CARAVACA
Con esta escueta denominación (sin otro aditamento semántico), se mencionó por nuestros antepasados en Caravaca de la Cruz el “castillo” de fuegos artificiales que desde los torreones del Castillo (expresión desaparecida), iluminaba la noche del dos de mayo desde tiempo inmemorial y hasta hace pocos años en que, por una concesión al turismo, se ha cambiado de fecha, no dejando de ser un espectáculo pirotécnico como el de cualquier otro lugar, con mayor o menor riqueza de contenido, pero en nada original.
La noche del dos de mayo estuvo siempre cargada de simbolismo, como todas las vísperas de una gran fiesta religiosa: la de la Patrona, en la que tenía lugar (antes por la mañana), el rito principal de la Fiesta: El denominado “Baño del Agua”, para lo que, como preparativo de la misma, con la pólvora en el cielo local, se purificaba el espacio en general y también el espacio geográfico por el que discurría la procesión al día siguiente.
Las primeras noticias sobre la pólvora del dos de mayo, las aporta con todo detalle el historiador Martín Simón de Cuenca Fernández Piñero en su “Historia de Caravaca” escrita en 1722. Con posterioridad a esta fecha abundan los documentos al respecto, y a uno de ellos, muy elocuente y detallado por cierto, me referiré a continuación.
Se trata de la “escritura de obligación” celebrada entre el pirotécnico albaceteño Agustín Barca y el entonces mayordomo (hermano mayor) de la Cofradía de la Stma. y Vera Cruz Juan Lucas Luján, quien también era regidor perpetuo (concejal), en el ayuntamiento local.
El documento es el contrato firmado entre ambos, para ejecutar el primero de ellos la “función de pólvora” en la víspera de la festividad del tres de mayo, y está firmado en Caravaca el 8 de marzo de 1763, ante el escribano (notario diríamos hoy) Andrés Portillo Valcárcel. En él se concretan un sinfín de detalles que no vienen al caso, y se menciona que el polvorista construiría “una plaza de armas con 24 barandillas, y en ellas 248 truenos reales. Cuatro fortines en los costados, con figurillas y con sus puertas, y por coronación 288 truenos de cohetes y 48 truenos de a libra. Y a estos fortines un chapitel con cintas de balvas y truenos reales, y otro chapitel con 28 cañones de bombas…” En terminología antigua pirotécnica que no dominamos en la actualidad, se mencionan “cintas de carretillas”, “truenos reales y “ruedas de cuatro soles con bastante fuego”. “Incendios de melena”, “ramilletes de truenos”, “cañones de bomba”…y culminándolo todo: “la Santísima Cruz ante la que se quedarán largo tiempo encendidas dos hachas de alquitrán; con su trueno gordo, rematándose todo con una cornisa de cohetes aéreos”.
Para prender “el castillo”, el polvorista se comprometía a fabricar una sierpe (mecha) de cuatro varas de longitud, con 68 bolsas de carretillas, 34 bufadores y 40 cañones de bombas. Se comprometía también el pirotécnico, a fabricar 100 docenas de “cohetes reales”. 12 ruedas y ocho “bombas o granadas más 90 cañones de bombas para donde se pegue la pólvora suelta”. “Dicho castillo ha de quedar, después de pegado, iluminado como mejor parezca”.
En realidad la palabra “castillo de fuegos artificiales” procede de una época en que se representaba una verdadera fortaleza o castillo, que en su día explicó con todo detalle el P. Cuenca, quien no se ahorró en 1722, detalles como los disparos que se hacían desde éste a los atacantes del mismo, en un espectáculo que imaginamos, además de original, suntuoso.
El contrato o “escritura de obligación”, contenía otros extremos, tales como que todo el material pirotécnico lo aportaba el polvorista en el lugar donde se le indicara y sin ser visto (pues el factor sorpresa era ingrediente de primer orden para los acaravaqueños de la época). El hermano mayor Juan Lucas Luján se comprometía, por su parte, a facilitar a aquel los palos de madera, las cuerdas o “lías” y las cañas necesarias para armar la estructura, y DOS MIL DOSCIENTOS REALES de vellón, de los que le habría de adelantar 1.200 a la firma de la escritura, y pagar los otros 1.000 tras la celebración de la “función de pólvora”. El documento en cuestión se firmó en la escribanía (notaría) del citado notario local Andrés Portillo Valcárcel, ante los testigos Juan Moreno, Tomás de Mata e Ignacio de Cuenca Fernández-Piñero, los tres vecinos de Caravaca.
Como queda dicho, la “función de pólvora” en la noche de la víspera del gran día anual que en Caravaca se conmemora la Invención de la Sta. Cruz, era uno de los platos fuertes de las Fiestas de la Cruz, como también lo eran la “función de iglesia” y el “sermón” en ella pronunciado, siempre por elocuente orador sagrado, bien de alguna de las comunidades de religiosos de la ciudad o bien buscado entre los “magistrales” de las más afamadas catedrales españolas. El “castillo de fuegos artificiales” no podía parecerse al del año anterior, ni recordarlo siquiera; y las características del mismo se mantenían como “secreto festero”, para que el factor sorpresa tuviera la eficacia buscada.
Con el tiempo, “la función de pólvora” fue transformándose y simplificándose con la irrupción de polvoristas a los que en otras ocasiones me he referido, como los hermanos Cánovas de Orihuela y después los Cañete de Murcia. Sin embargo, el Cronista recuerda en el ecuador del siglo que se nos fue, el andamiaje que cada año se montaba en las almenas del Castillo para disparar desde allí “la pólvora” (como se puede apreciar en la imagen que ilustra este texto, de un dos de mayo por la mañana con el personal participante en el festejo de “los Caballos del Vino”). Así como “las bombas” que en honor a personajes vinculados a la organización de las Fiestas (hermano mayor, alcalde, capellán etc.) disparaba el polvorista, dedicándolas a voz en grito y siendo percibidas con nitidez en toda la ciudad, entonces de proporciones más reducidas y mucho más silenciosa que ahora. Y, sobre todo recuerda (como los lectores entrados en años), la escenografía pirotécnica en que se mostraba (a base de bengalas y otros artilugios pirotécnicos) la fachada de la iglesia y la bajada desde el cielo de la Stma. Cruz transportada por dos angelitos, tema éste siempre obligado como conclusión, y que no podía faltar, el cual despertaba el aplauso general del público, situado en la calle y también en las terrazas de los domicilios particulares.
“La pólvora” de la noche del dos de mayo, era tema de comentario generalizado en la jornada siguiente, y motivo de satisfacción para el hermano mayor, a quien se felicitaba por el encanto, belleza, originalidad o sorpresa del “castillo”. De esto último fui objeto cuando, al concluir la “pólvora” del dos de mayo de 1986, siendo hermano mayor, recibí la felicitación del entonces alcalde Pedo García-Esteller Guerrero, vía telefónica, quien cumplía así con una costumbre tradicional, transmitida de generación en generación y no escrita en sitio alguno.
La “pólvora”, como antes dije, se cambió de fecha y también de hora, por razones tales como que el momento en que ésta se prendía (siempre a las once en punto de la noche) no había concluido el desfile-escolta de Moros y Cristianos en la procesión “de bajada” de la Stma. Cruz, pasando un tanto desapercibida para los espectadores del mismo. Se cambió al cuatro de mayo, tras el “desfile” de dichos Moros y Cristianos, perdiéndose el simbolismo purificador del espacio por donde en la jornada siguiente deambula la Sda. Reliquia. Por otra parte, su desarrollo en nada se diferencia actualmente del resto de “castillos” que se disparan en otros lugares de la geografía regional y nacional: palmeras y más palmeras, cascadas de luz, bloques de cohetes e, incorporados recientemente, silbidos que acompañan el ascenso de la cohetería. También, como es lógico, ha cambiado el precio, que este año de 2016 desconozco a cuanto ascenderá. A manera de anécdota diré que el costo de “la pólvora” del 2 de mayo de 1987 (siendo hermano mayor quien esto escribe) ascendió a 650.000 pesetas (incluyendo el contrato por esta citada cantidad, la diana del 2 de mayo, la “salida” de la Stma. Cruz de su templo en la tarde de ese día. La entrada en el mismo el siguiente día cinco y el “trueno gordo” de esa misma noche, con el que siempre han concluido, y concluyen las fiestas de la Stma. Cruz cada año.
Fuente: Revista de Fiestas de la Cruz de Caravaca. Edita: Comisión de Festejos de la Real e Ilustre Cofradía de la santísima y Vera Cruz. Abril 2016.