POR PEPE MONTESERÍN, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS)
Cumplidos siete años, al día siguiente Antonio José iba a recibir por primera vez el sacramento de la comunión, contó sus pecados al cura y, limpio de polvo y paja, regresó a casa. “Ya confesé”, le dijo a su madre, y ella le recomendó que cenara y se acostara, ya pero ya, con el fin de evitar tentaciones y llegar impoluto a la eucaristía, presto a tragarse en condiciones pulquérrimas el cuerpo y la sangre de Cristo. La madre de Antonio José le sirvió una cena frugal, por si la gula, y el soldado del amor fuese diligente a la cama, desvistiose, empijamose y, sin mirarse la pirulina, acostose para soñar con los angelinos, y así, de buena mañana, vestir dignamente el traje de marinero. Sin embargo, al cabo de una hora se levantó y se dirigió consternado a la sala de estar para decirle a su madre: “Mamá, no puedo dormir, cierro los ojos y empiezo a pensar: culo, culo, culo…”.
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