POR FERNANDO VALBUENA
Hoy les traigo una anécdota culinaria tal y como Enrique de Aguinaga, cronista oficial de la villa de Madrid, me la contó. Una de esas anécdotas donde se compendia la vida española mejor que en los propios libros de Historia.
Octubre de 1955, fallecía Ortega y Gasset. En el funeral, una corona de laurel. Lauro de las letras y aún del triunfo sobre la muerte. De aquella corona de la Sacramental de San Isidro, Aguinaga tomó para sí una ramita que, a modo de homenaje perpetuo, colocó sobre un cuadro en el despacho de su casa. Allí se acomodó el recuerdo, allí el laurel de Ortega. Pero no tardó Aguinaga en echar en falta su laurel. “¿Dónde está el laurel de Ortega?”, preguntó a su esposa Manoli. Tan sorprendida como él, no supo darle cuenta de la profanación. Buscó y rebuscó. Parecía irresoluble el caso. Novela negra en zapatillas.
Por aquel entonces prestaba sus servicios en la casa una cocinera de Huelva, Juana se llamaba. Ni de Ortega, ni de su hermano tenía noticias la tal señora. Y, aunque pudiera ser analfabeta, traía en los pucheros toda la gracia de la marisma, todo el fandango de la sierra. Aguinaga preguntó por el laurel, y Juana, con la inocencia por bandera, contestó: “¿El laurel? ¡En el puchero de ayer! Que tenía prisa y por no bajar…”
Supongo que Don Enrique pasaría un mal rato al saber que se había metido entre pecho y espalda parte del aparato funerario de un filósofo. De lo que estoy seguro es que perdonó y, a la postre, rió. Rieron, él y su esposa que ya en paz descansa. Pocos hombres son capaces de conciliar como él lo cotidiano, lo humilde, lo vivido, con las altas creaciones del espíritu. Quizá ese fuera el mejor destino que se le pudiera dar al laurel de Ortega. Alimento del espíritu.
Fuente: http://www.hoy.es/