LAS SEMILLAS DEL GENERAL

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE SAL ILDEFONSO (SEGOVIA)

Casino Militar (Madrid).

Casino Militar (Madrid).

Andaba un servidor, hace unos meses, compartiendo conversación y comida con el Profesor Doctor Diego Navarro Bonilla, de la Universidad Carlos III de Madrid. Estábamos en el Casino Militar, en la calle Gran Vía, número 13, segunda planta, comedor. Imponente edificio, por cierto, inaugurado por Alfonso XIII a principios del siglo XX al más puro estilo de los clubs británicos. En esas estábamos, disfrutando del edificio, cuando se nos aproximó un camarero. Mi amigo, frugal de un tiempo a esta parte, optó por una ensaladita. Uno, que se deleita con la comida aunque sea en porciones minúsculas, estaba un tanto indeciso. “Déjeme que le haga una propuesta que no podrá rechazar”, me dijo el camarero. Como soy veterano de muchas batallas gastronómicas, acepté el desafío con cierta desconfianza. “Tenemos hoy unos judiones de La Granja que son excepcionales…” “Eso no se lo cree Vd.”, le atajé entre las risas de mi colega. “¿El qué, señor?” “Que los judiones sean de La Granja”. “Le aseguro señor que todo lo que aquí servimos…” “No insistas, muchacho”, le interrumpió Diego Navarro; “Este señor es de La Granja”. Mutis por el foro y ensaladita al canto.

De regreso al Paraíso, iba yo pensando en lo difícil que resulta comer judiones de La Granja fuera del Real Sitio, tema central de la conversación que sostuve con mi amigo Diego Navarro, además de los consabidos asuntos académicos, investigaciones, guerras y espías. Con la mosca detrás de la oreja, decidí recorrer los inmensos archivos orales que custodian mis vecinos de mayor edad, verdadero tesoro para un historiador del presente y fuente básica de un Cronista que se precie de serlo.

En el bar La Media Luna me contó Joaquín lo complicado que es obtener buenos judiones. Me explicó que la media está en los doscientos gramos por vara de judías. Haciendo cuentas, me salen cien varas para veinte kilogramos. Mil varas para doscientos. Y me quedé intrigado. Teniendo en cuenta todos aquellos lugares donde venden supuestamente judías de La Granja en todo el territorio patrio, más las que nos comemos en la bendita judiada de las fiestas patronales y las que un servidor sentencia de vez en cuando, deberíamos tener plantado el jardín del palacio, el pinar y la mitad del Parque Nacional. Es cierto que mi querido amigo Tomasele y su cuñado levantan un erizado bosque de varas en la parcela de mi añorado amigo Tomas Serrano, pero esos miles de kilogramos ofertados…

Y es que cada vez resulta más difícil encontrar judiones. Los jóvenes no parece que quieran seguir con la tradición. Y los sabios vecinos se nos agostan y acaban. Que cultivar judías no es sólo poner la vara: hay que preparar la tierra, las varas y las semillas; plantar las judías; mimarlas para que sigan la vara, sujetarlas y cuidar que aire, granizo o lluvia no las despanzurren; y regarlas a diario. En total, cientos de horas de espinazo doblado, sol en la nuca, garganta seca y rezos para que no venga el maldito hielo a la alborada que seque las plantas.

El otro día estaba frente a la piscina de mi urbanización, con mis preciosos hijos, tratando de mirar las huertas que lindan, por ver los frutos del verano. Que, como a los hobbits de Tolkien, a nosotros nos gustan las cosas que crecen en la tierra. Para nuestra sorpresa, la más grande de las huertas estaba inculta. Donde el año pasado había tomates, lechugas, pimientos, lombardas, puerros, acelgas, rábanos, sandías, melones y, por supuesto, un par de cientos de varas de judías, ahora campea la horrenda maleza en triste metáfora de nuestra España.

Al día siguiente me fui a ver a mi tío Nano, que está al tanto de todas estas cosas, de las importantes, quiero decir. De las personas. Resulta que aquella parcela la trabajaba Félix Arévalo Peña, al que todos llamaban “El General”. Y su mujer, “Titi”. Y sus hijos. Y los vecinos. Me contó mi tío, emocionado, las buenas manos que “El General” tenía para la tierra. De grandes y orondas judías se llenaban sus varas. Y no era huraño como alguno que se me viene ahora a la mente. Compartía el fruto de la tierra. Enseñaba el modo de domeñarla. De exprimir el terruño. Y regalaba las semillas a quien quisiera plantarlas. Eso también me lo aseguró Joaquín. Y Tomasele. Y todos sus vecinos.

También me contó mi tío que “El General” había fallecido hace unos meses. De ahí lo inculto de la parcela. Y un servidor, que no suele ser pesimista, se quedó pensando en quién repartirá las semillas en este Real Sitio para que sigan creciendo furiosas las judías, tratando de alcanzar el sol, dejando tras de sí esos preciados y adorados collares de perlas que tanto me apasionan.

La semana pasada me encontré a Natalia Gala en la casa de todos. Me comentó que formaba parte de un equipo de trabajo creado por el Excmo. Ayuntamiento con el objetivo de investigar el judión, ponerlo en valor, promocionar su producción y luchar por la ansiada denominación de origen. Hablamos durante unos minutos con entusiasmo del judión y, cuando se fue, no pude borrar la sonrisa de mi cara. Aún no se lo he podido contar a mi tío. Seguro que critica, me dedica un exabrupto y, al final, sonríe.

Después de todo, tío, sí habrá alguien que recoja las semillas del General.

Fuente: http://www.eladelantado.com/

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