ENFERMOS EN LA CÁRCEL
Jun 29 2016

POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)

ayuntamiento_de_ulea

La antigua cárcel de Ulea, a mediados del siglo XVIII, concretamente en el año 1756, estaba ubicada en el tercero y último piso del Ayuntamiento. Se trataba de una mazmorra inmunda en donde hombres y mujeres se hacinaban de forma lamentable. Máxime, si tenemos en cuenta que, la mayoría, estaban enfermos.

Como consecuencia de la falta de higiene y espacio, en esos habitáculos carcelarios, los enfermos contagiaban a sus compañeros de ‘trena’, siendo un grave peligro para la salud pública; pero, sobre todo para los reos que a su entrada estaban sanos y al cabo del tiempo enfermaban gravemente: las disenterías y tuberculosis, estaban a la orden del día y, por consiguiente, se producían fallecimientos entre los confinados.

Por tal motivo, los ciudadanos de mi localidad lloraban desconsolados cuando apresaban a sus familiares, al contemplar la miseria humana en que transformaban sus seres queridos qué, porque en momentos de ofuscación, habían cometido algún delito punible.

Ante las voces enardecidas de la opinión pública, los regidores del pueblo «temían una sublevación popular» y, los clérigos Miguel Thomás Abenza y Esteban Sandoval Molina, propusieron a las autoridades carcelarias qué, las personas que contrajeran alguna enfermedad infecto-contagiosa, fueran trasladadas a lugares más adecuados y salubres, con el fin de que no fallecieran en las mazmorras.

A pesar de todo, las autoridades permanecían insensibles a tan grave situación, pero, al quedar viejo y desfasado el edificio de la Casa Consistorial, decidieron derribarlo y, en su lugar, construir otro nuevo y más funcional.

Los clérigos aprovecharon la ocasión para intentar concienciar a las autoridades. Al no tener otra alternativa, se procedió a evacuar a todos los presos y habilitarles celdas en las que pudieran estar separados los enfermos de los sanos y, de esa forma, evitar los contagios. Pero ¿donde se alojaron?: en unas dependencias aledañas del edificio de «La Inquisición», ubicado en la calle Mayor.

El protocolo obligaba a quemar todas las pertenencias de los enfermos contagiados y, por supuesto, sus ropas. Con mayor razón, si habían fallecido.

Ante tales acontecimientos, el regidor municipal dio la orden de que se desinfectaran los habitáculos en que habían permanecido, los apresados enfermos, hasta su fallecimiento; tal y como consta en las certificaciones de los médicos cirujanos y sangradores de la época.

Cuando así ocurría, se limpiaban las maderas de las celdas y se enlucían con cal las paredes de las mismas, con el fin de evitar daños colaterales; cuando dicha habitación fuese ocupada por otro recluso.

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