POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Corría el año 1943 cuando mi abuelo Joaquín, muy delicado de salud, me llevó de la mano al colmado de su hermano Blas y su cuñada Dolores. Allí, en un habitáculo aledaño, dedicado a taberna, se juntaban asiduamente varios amigos para echar el pon y, durante ese tiempo, lo aprovechaban para contarse sus avatares de la semana; ya que los encuentros solían ser semanales.
Para mi, un chiquillo de apenas cinco años, que no bebía y su conversación me resultaba un latazo, la tía Dolores me cojia de la mano y me llevaba al colmado, sacando una onza de chocolate con el fin de que aguantara ese rato de tertulia que para mí era un incordio y no les pusiera nerviosos.
Dicho colmado; ubicado en las cuatro esquinas, albergaba, en una sala aledaña, cuatro o cinco mesas de madera, en donde se sentaban los amigos a contarse sus pormenores semanales. Sí, en esa cita semanal, se sentaban a la mesa el tío Dámaso, Tomás Moreno, el tío Lamico y mi abuelo Joaquín.
Alrededor de la mesa y, en amena tertulia mientras yo correteaba, se contaban cosas que yo no entendía. Unas veces se ponían serios y otras reían, mientras se comían un plato de michirones y una ensalada; todo ello remojado con un chorrico de vino que, con gran estilo, extraían de su empinada bota agarrada en alto con ambas manos.
Cuando al día siguiente, regresamos todos a la cueva de los tollos en la que habitábamos, le pregunté un tanto sorprendido: abuelo ¿Porqué quienes estabais anoche en la mesa teníais un nombre (Damaso, Tomás y Joaquín) y el otro señor mayor, pequeño y arrugado, le llamabais «Lamico»? ¿es que lamico es un nombre de persona?. Sentados en la puerta de la cueva, al frescor de la noche y con la iluminación de un cielo estrellado, mi abuelo puso sus manos en mis rodillas y, ante la mirada atónita de mi abuela Clarisa, me contó la historia del tío lamico.
Este buen hombre, que vivía en el callejón que va desde las cuatro esquinas hasta el pie de la montaña, se le llama en el pueblo El tío lamico porque, estando de pastor en el campo de Ulea, en las propiedades de la familia Tomás (los cholé), junto a la vía del ferrocarril, tuvo la mala fortuna de caer por un terraplén, al fondo de un barranco, cercano al corral donde guardaba su rebaño. El ganado, al estar cerca del corral de los cholé, se fueron junto a la tapia del mismo, pero, el tío Ángel Luís, así se llamaba el pastor, quedó en el fondo del barranco, malherido en una pierna y sangrando de forma alarmante. Al tratarse de un paraje inhóspito, solamente quedó acompañado por su perro que, al no verle con el ganado, regresó al borde del barranco y, al oír las voces quejumbrosas de su amo, descendió para prestarle auxilio.
El perro, dando unos ladridos lastimeros, sacó su larga lengua y lamió sus sangrantes heridas, evitando las picaduras de insectos. Mientras el pastor permaneció en el fondo del barranco, el perro no se separó de su lado y, de vez en cuando, subía hasta la tapia del corral para controlar al ganado.
Habían transcurrido 24 horas del siniestro y todavía seguía en el fondo del barranco, alimentándose con unas algarrobas que le llevaba su fiel amigo. Afortunadamente, ante los continuos ladridos del perro, se acercó un cazador que conocía el terreno y, al comprobar que el perro llevaba el hocico lleno de sangre, acompañó al can hasta la sima del barranco donde se encontraba maltrecho su amo.
Con suma diligencia, el cazador curó las heridas del pastor y le hizo un vendaje con un trozo de tela de su camisa. El cazador, conocedor de aquellos terrenos, sacó al pastor del barranco y lo trasladó hasta un camino de arrieros y de ganado, siempre acompañados por su inseparable perro, y montándole en un carro, se acercó a la casa de unos labradores venidos del campo de Cartagena, que se apellidaban los Medrano.
Atendido en lo más necesario, lo trasladaron al pueblo, el cazador, el tío cartagenero y el perro, su inseparable amigo. Allí fue curado por el médico Don Luciano y, afortunadamente, tras un entablillado de la pierna fracturada y el reposo pertinente, al cabo de unos tres meses, curó el pastor. Su fiel amigo, el perro permaneció a su lado mientras estuvo inmovilizado.
Ángel Luís, durante todo el tiempo de reposo, tuvo lugar para reflexionar y apreciar la inestimable ayuda que le prestó su perro.
El tiempo que pasó a su lado haciéndole compañía y lamiendo sus heridas, le hizo recapacitar sobre la trascendental ayuda que le había prestado, además de ser un fiel guardián de su ganado. Durante el tiempo que estuvo en reposo y con su pierna entablillada, el pastor acariciaba a su perro a la vez que lo acurrucaba contra su regazo y este, en agradecimiento; movía su rabo con avidez.
En este trance, de sumo amor y compenetración, Ángel Luís, con palabras entrecortadas, le piropeaba con frases llenas de agradecimiento. Unas veces le llamaba hermano; otras amo, otras amigo, otras lamerón y en un gesto de arrebato cariñoso le balbuceó con una palabra llena de ternura: Lamico y, con ese apelativo se quedó él, y todos sus descendientes.