POR PEPE MONTESERÍN, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS)
La gordura nos trae de culo; sufrimos el contagio del hambre, tan pronto afamiados como ahítos, bebemos sin gota de sed y, cada domingo, nos imponemos celebrar la última cena para empezar el lunes un régimen morigerado, de frigorífico austero, lejos del fogón y del morapio. Esta tarde, en León, un amigo gordito me contaba que su dieta consistía en una cena frugal: un poco de espinaca y un pedacito de queso de Burgos; me contaba eso mientras entrábamos en los bares del Húmedo, tomábamos vinos y nos zampábamos cuantas tapas saltaban a la vista; morados nos pusimos y no de remolacha: perdiz escabechada, milhojas de lacón con patatas, oreja con morro y judías, hígado encebollado, criadillas con miel, ubre de vaca rebozada… Al salir del último altar mi amigo me miró, se puso serio y me dijo: “Hoy, cuando llegue a casa, con dos cojones, igual no ceno”.
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