POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Resulta difícil imaginar un relato de ficción más cruel que lo sucedido este otoño Galicia. Allí han asesinado a Asunta, una niña de 12 años. Se atribuye el crimen a sus padres. A mi me cuesta creerlo. Pero, de momento, el juez los mandó a la cárcel. Se sabe que a Asunta la adoptaron en China para quererla como a un hijo biológico y que, al parecer, la han matado como fuera un mosquito. Me rondan muchas ideas por la cabeza pensando en Asunta, y en sus padres. He llegado a imaginar que existen vidas tan vacías que buscan en la adopción el modo de llenarlas. Pero un hijo, natural o adoptivo, nunca remedia un fracaso vital. Porque un ser humano no es una mascota que mueve la cola cuando llega el amo, ni se conforma con las migajas de la casa. No, los niños son proyectos de hombres que al crecer se hacen seres pensantes, libres; y por ello, rebeldes y hasta incómodos. El problema es que en los tiempos actuales no se pueden tirar hijos a la calle, ni devolverlos cuando molestan. Acaso por eso Asunta está muerta, porque ya era un estorbo. Por haber crecido. Porque no la pudieron devolver.
Pasé muchos años investigando las crueles prácticas de la Casa- Cuna de Úbeda cuando en España se empezaba a poner el sol, durante los siglos XVII y XVIII. En aquellos tiempos había dos clases de hijos: los legítimos y “los otros”. Dentro de los otros, a la cola, estaban los prohijados. Los que se sacaban por caridad de la Cuna para asegurarse con ellos la vejez, o una mano de obra barata. Por eso nadie quería prohijar a los recién nacidos. Preferían a los varones que hubieran aguantado al menos un año el horror de la tutela de la Cofradía del Señor San Josehf, responsable de esta Cuna. Allí murieron de hambre casi seis mil quinientas criaturas en poco más de un siglo. Unos pocos resistieron rodeados de miseria hasta echar los dientes, “desaviados”, sin alimento, o amamantados a “media leche” por amas de alquiler. Era la mejor prueba de su fortaleza física. Solo entonces los prohijaban, cuando no había que darles leche y se mantenía con unos mendrugos de pan. Así criaban antes a“los otros hijos”, los prohijados; porque lo que ponía el notario en la escritura de adopción era papel mojado. Luego, si el crío nos les gustaba por algo, o se ponía enfermo, lo devolvía a la inclusa, o lo echaban a la calle. Un mendigo más nadie lo notaba. Pero entre los muchos casos crueles del ayer que he conocido hacia estos niños, ninguno tan terrible como el de Asunta, hoy. Por eso me sigo preguntando qué impulsó a sus padres a traerla de China, con lo complejo que es, para acabar echando su cadáver a una cuneta. Por eso me cuesta aceptar este horror.
Sí, ser padres es difícil. Es de lo único que nunca nos jubilamos, incluso si los hijos se jubilan de nosotros. Ser padres significa ser incondicional del hijo. Amarlo sin medida. Ayudar a que las crías echen alas y apoyarlas cuando deciden volar lejos. Aunque sepamos que la soledad del nido vacío hiere el alma. Aunque nos resistamos muchos años a quitar de la pared el postel amarillo que el pájaro volantón dejó olvidado la última noche que durmió en nuestro nido. Por eso quien trae al mundo un hijo, o quien lo adopta, debe saber que habrá momentos complicados. Y si no lo sabe, se lo digo yo, para que vaya pensando lo que debe hacer antes de hacer lo que no debe. Y lo que no se debe hacer es convertir al hijo en un rehén, en terapia de frustraciones, en una prolongación de nuestra vida. Eso se hacia antes, sobre todo con “los otros hijos”.
Siempre recuerdo la carta que un muchacho, vecino de Murcia, de la calle de la Sal, nº 1, escribió a la Cuna ubetense, donde lo prohijaron a finales del XVIII. Ya mozo, con 19 años, pedía a las autoridades de la inclusa una carta de identidad para poder alistarse en el ejército, porque quería luchar contra los franceses. Ayer nadie respondió a la petición de Roque porque solo era un expósito prohijado. Porque no era nadie. Hoy nadie atendió las llamadas de socorro que acaso hizo Asunta antes de que le quitaron la vida los que debían dar la vida por ella. Si, la historia demuestra que las leyes han mejorado. Los seres humanos, no mucho. Eso dice mi papelera, que hoy está de luto.