EL CRONISTA OFICIAL JUAN ANTONIO ALONSO RESALT ESCRIBE SOBRE EL “SANTO” CURA VALERA EN EL LIBRO DE FERIA 2016 DE HUÉRCAL OVERA (ALMERÏA)
Oct 13 2016

SOBRE APUNTES PARA LA HISTORIA DE HUÉRCAL-OVERA (ALMERIA)

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En el 200 aniversario del nacimiento de mi santo favorito, el Cura Valera

Acabamos de celebrar el pasado mes de febrero (1816-2016) el bicentenario del nacimiento del que seguramente es el personaje y figura más destacado de la historia de nuestra localidad el sacerdote Don Salvador Valera Parra.

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Se han cumplido, por tanto, doscientos años desde que un martes día 27 de febrero de de 1816 de madrugada naciera en el seno de una muy humilde familia de labradores, el pequeño Salvador, fruto de la unión de un agricultor viudo Diego Valera y su segunda esposa, una joven llamada Josefa Parra.

Desde que nació corren tiempos difíciles en el pueblo y en el campo por las consecuencias de la Guerra de la Independencia contra los invasores franceses, por la aparición, de nuevo, de la afamada y temida fiebre amarilla y por la enorme hambruna que asolaba y castigaba a la población.

El contrabando hace estragos y los 3046 vecinos de Huércal soportaban estoicamente, todo aquello que les venia encima, incluida la familia de nuestro jovencito Salvador.

Como cuenta mi amigo Miguel Lázaro en su libro sobre Don Salvador Valera Parra “Pastor bonus et humilis” los años de infancia del pequeño son convulsos por la escasez y la paupérrima situación de los trabajadores del campo. Se produce la derrota de las tropas fieles a la monarquía en las colonias americanas, el advenimiento del Trienio Liberal, enfrentamientos entre la Iglesia y el Estado que provoca la salida de sus conventos (exclaustración) de miles de frailes que recorrían España buscando una parroquia donde seguir con su labor pastoral. Son años de sequías, de enfermedades, de terremotos, de riadas, de pandemias, del decaimiento social de la población, de sufrimientos y consecución de miserias.

Una vida nada halagüeña es la que sufren aquellos huercalenses. El joven Salvador recibe la confirmación a los diez años de la mano del obispo de Cartagena José Antonio de Azpeitia Sáenz de Santa María, corrían los difíciles años del reinado del ‘deseado’ y absolutista Fernando VII.

Malos tiempos corrieron esos años para la Iglesia española a la que se enfrenta el Estado. A partir de 1835 fueron los gobiernos revolucionarios y anticlericales, los que suprimieron conventos y monasterios, se expolian las iglesias y van al exilio obispos y sacerdotes. Las iglesias se vacían y se inicia un periodo de relajación en sus obligaciones cristianas.

Excepto en once diócesis de España en las que sus obispos llevaron una vida normal, las demás se fueron quedando sin pastores y sin sacerdotes, debido, en unos casos al fallecimiento de párrocos y en otros al destierro por motivaciones políticas de los prelados. La intromisión del poder civil en los nombramientos eclesiásticos y la legislación anticlerical alcanzó su cota máxima en con el trienio de Espartero, 1840-1843, en el que se estuvo a punto de producir un Cisma. Durante la Década Moderada, 1844-1854, los gobiernos de Madrid se interesaron en acercarse a la Iglesia, permitiendo el regreso de obispos exiliados y se restablecieron las relaciones diplomáticas con Roma, rotas desde 1835.

En estas circunstancias viven los aldeanos y la familia Valera Parra, aunque ya el niño manifiesta a sus más allegados sus intenciones de dedicarse a los estudios religiosos.

Va a clases de gramática y latín en Huércal bajo la supervisión de un clérigo, y a lomos de una borriquita se traslada a Murcia recorriendo más de 250 kilómetros por campos, aldeas y cortijos en compañía de su hermano Diego Miguel para examinarse y convalidar esas asignaturas. Su padre no le acompañaba dado que con 70 años había fallecido un 24 de abril de 1829 de tifus.

La familia seguía viviendo de los productos del campo y la escasa ganadería y con dificultades económicas del trabajo de sus hermanos mayores, fruto del matrimonio de la primera esposa de su padre. Ese año el pueblo tembló bajo el poder de un terremoto que sufriría Salvador varias veces en su vida como el posterior de 1863.

Con 14 años el aspirante a seminarista se traslada a Murcia para iniciar los estudios de Filosofía en el Seminario de San Fulgencio (1830-1833) pero al no tener dinero fue como alumno externo. Su tía la abadesa María Francisca Parra le proporciona una pobre habitación donde el seminarista da muestras de su humanidad, obediencia y excelente aplicación.

Finaliza sus estudios a los 24 años y su ordenación sacerdotal se produce un 4 de abril de 1840 pero lejos de Huércal y de Murcia en la iglesia de Santa María de Alicante y de manos del Cardenal Francisco Javier Cienfuegos Jovellanos. Este conocido cardenal era sobrino del político Gaspar Melchor de Jovellanos y del arzobispo de Sevilla Alonso Marcos de Llanes Argüelles. Este prelado en el año 1836, debido a su apoyo al carlismo fue desterrado a Alicante, donde falleció el 21 de junio de 1847, sin que llegara a reincorporarse a su sede episcopal a pesar de que se levantó el castigo del destierro en enero de 1844.

Seis días más tarde, el joven cura ofició su primera misa en el Convento de las Madres Capuchinas, las monjas que le cuidaron y dieron cobijo durante la realización de sus estudios eclesiásticos, aunque ya su tía la abadesa María Francisca Parra, tampoco pudo disfrutar de ese día tan especial en la vida del joven sacerdote Salvador porque ya había fallecido cuatro años atrás.

Unos días después vuelve a Huércal Overa subido en un simple carro para ver y abrazar a sus hermanos y familiares y ejercer la capellanía a cuyo título se había ordenado.

Cuentan los que conocieron a Don Salvador que “era alto, enjuto de carnes, delgado con el pelo cano (blanco), casi desde muy joven. La tez blanca y con porte majestuoso y modales de gran señor. Su aspecto era importante pero lo que atraía de verdad era su finura con todos y su bondad, su sonrisa, sus palabras, todo era armónico, correcto, sencillo” y… santo.

Sus biógrafos añaden que en los primeros días, recién llegado a Huércal al ser nombrado párroco en su propio pueblo y mas tarde vicario de las iglesias del término municipal, un día escuchó a alguien llamarle monseñor o Don Salvador, volvió la cabeza para ver y conocer quien era aquel eminente personaje al que se le dirigía el saludo. Y se dio cuenta extrañado de que era él mismo. Al principió seguro que se sentía raro, porque ni él mismo lo creía. Quien iba a decirle a aquel humilde hijo de un campesino, sin apenas recursos materiales que un día podría estudiar, sacar muy buenas notas, llegar a ser sacerdote y al fin ser el párroco de su iglesia, la de su propio pueblo.

Los títulos que recibió fueron sin dudad concedidos por sus grandes méritos, su humildad, por su saber estar, su comportamiento, pero siempre he defendido que los recibía obligado sin reconocer que era digno de ellos, porque lo que hacia siempre lo hizo por amor a sus semejantes.

El santo cura era un enamorado de la palabra de Díos, sus homilías en el púlpito eran alentadoras, preparadas, sencillas y aleccionadoras. Pasaba horas y horas atendiendo a sus feligreses, horas y horas sentado en el confesionario, horas y horas solucionando.

problemas caseros y del día a los demás, los enfermos, los necesitados, los amigos y siempre con la sonrisa que conocemos.

Este pequeño gran sacerdote rural luchó como su coetáneo, el cura de Arts contra todo, con su firmeza interior, los malos políticos, los malos religiosos o las malas personas con su profundo amor a la Virgen de los Desamparados (Virgen del Río) y contra las huestes del hambre, los fenómenos del tiempo y la tierra, las enfermedades, la incultura, la antireligiosidad y el laicismo. La auténtica esperanza cristiana es muy combativa.

Pero no voy a relatar la vida entera de Don Salvador, porque del Cura Valera ya se ha dicho casi todo, sobre todo en los estudios recientes que expertos han realizado para llevar a cabo la causa de Canonización y Beatificación de nuestro Santo. Recordamos el Caso Aurora o el del niño neoyorquino.

Y más con autores como Antonio Jiménez Navarro “El cura Valera y sus cosas”. 1985, Diego Mena Márquez en “El Almanzora” en 1889, el sacerdote Miguel Lázaro Sánchez “Salvador Valera Parra” que ya hemos referenciado anteriormente en 2010 o Luis López Ballesteros en “El Imparcial” de Madrid, el cura García Morales en 1925 y 1937 que guardó su tumba pese a ser un sacerdote de izquierdas, el mismo juez don Enrique García Asensio en su “Historia de Huércal Overa” o el sacerdote Juan Fernández con “El cura Valera, una vida al servicio del Sacerdocio” de 1955, ejemplos del estudio de su biografía.

Alhama de Murcia, Cartagena, Alicante más tarde otra vez Huércal y sus vecinos allí donde estuvo dejó una impresionante huella, maravillando a ministros, reyes alcaldes y gente sencilla del pueblo.

Sería un catarro intestinal crónico el que le produciría la muerte el día 15 de marzo de 1889, después de tres meses de sufrimientos, rezos y desolación por parte de los vecinos.

Pero ¿como no vamos a pensar que el Cura Valera es un auténtico santo?, si lo fue desde el mismo día en que decidía dedicarse a los demás.

Como ejemplo sabemos que en su lecho de muerte después de tratar con personalidades, ministros, presidentes y gente importante solo se preocupaba de sus fieles, y allí en su habitación al expirar tan solo había un simple catre de tijera (cama) con una colcha de percal estampado, unas gafas, un rosario, un bastón de madera, seguramente que su viejo breviario, una litografía religiosa, una silla de enea y unas monedas en el cajón de la mesilla de noche unos ‘chavos morunos’ (que no servían para nada por no eran de curso legal en España), que seguramente había cambiado por monedas de curso legal a algún soldado engañado, llegado de las guerras de Marruecos.

Don Salvador cuidó a los enfermos del cólera, los afectados por las inundaciones, los terremotos y enfermedades, afectados de epidemias y males de los hombres. Reactivó la vida religiosa y social de un pueblo deprimido, se enfrentó a los poderosos con sus decisiones políticas llegadas desde Madrid, y ayudó con sus manos, su sudor y sus sufrimientos a convertir a Huércal Overa, su pueblo, en ser una mejor sociedad, mas tolerante, mas humana y más solidaria.

Fue premiado, seguro que a su pesar, por el Ayuntamiento de Cartagena por su valor con los presos del penal, recibió, seguro que también a su pesar, la Gran Cruz de Carlos III, que llevó colgada solo para hacerse las dos únicas fotos que existen de él en vida. Fue padre de pobres, amigo de los menos agraciados por la vida, báculo y ayuda de enfermos, de marginados y en Huércal, esperamos todos fervientemente desde hace años que tras invocar el corazón de los responsables de su causa de beatificación y canonización, y tras la comprobación de su intervención en muchas situaciones difíciles, lo podamos ver en los altares.

Evidentemente no pude llegar a conocerle por que soy un huercalense de los años 50 del pasado siglo, pero si tengo el pequeño privilegio de saber que mi familia, mis bisabuelos Juan Resalt y Migueli llegado desde Lorca para casarse con María Purificación Fernández Parra y abrir una imprenta en la calle Melchor Ballesta, si le conocieron y tuvieron trato con el; e incluso pudieron disfrutar de su saber estar y su paciencia en un momento tan importante como fue el de obligarle a realizar una placa fotográfica para inmortalizar a Don Salvador en una de las dos únicas fotos que se conservan de él y que todos conocemos.

Le vemos reclinando su brazo derecho en una mesita sobre un tapete estampado con su breviario entre las manos, abierto y señalando algún pasaje con un dedo; de su cuello cuelga su medalla de la Gran Cruz de Carlos III, lleva su vieja sotana y una capa a los hombros y su bonete, esbozando una tímida sonrisa. Esa estancia de la foto archiconocida era el estudio “Casa Resalt”, y tanto el sillón, como la mesa con un tapete, el lienzo de fondo pintado a mano de columnas y plantas, estuvo muchos años en mi casa (contaba mi madre Pura Resalt), y ese misma escenografía fotográfica sirvió para realizar otras instantáneas únicas a otros vecinos, en el mismo lugar en el que inmortalizaron al párroco más famoso de aquella época.

Con los años ya muchos le comparan con otro sacerdote extraordinario como fue Juan Bautista María de Vianney, el santo cura de Arts, presbítero francés casi coetáneo de Don Salvador, proclamado patrono de los sacerdotes católicos, especialmente de los que tienen en sus manos la cura de almas (párrocos), este pobre y santo sacerdote francés con una vida casi calcada a Don Salvador, fallecía en 1859. Hubieran sido buenos amigos y almas gemelas.

Desde entonces esa vieja y amarillenta foto de Don Salvador que preside siempre alguna habitación sirve a mi familia para ser un poco mejores y obtener su bendición, ante situaciones imprevistas o delicadas, o simplemente para encomendarnos a quien es un santo desde generaciones.

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