POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Francisco Carrillo nace en Ulea un 23 de enero del año 1941, en la calle O´Donnell número 8, siendo el segundo de los siete hijos del matrimonio formado por Joaquín G. Carrillo Martínez y Encarnación Espinosa Hernández.
Siendo muy pequeño, con solo cuatro años, su maestra Anita Caicedo, titular de la escuela de párvulos del pueblo, observó en él unas cualidades poco corrientes en los niños de su escuela. De él, llegó a decir que era un alumno ‘inteligente y observador, sereno e intuitivo’, que le gustaba jugar, como a todos los niños al fútbol y demás juegos infantiles de la época. Su aparente tranquilidad no le permitía participar en juegos violentos ni de gran esfuerzo físico; resultaba un niño reflexivo y calculador. A todas las cosas les buscaba su por qué.
En la diáspora de la década de 1940, tuvimos que separarnos. Yo, el mayor de los siete hermanos, me fui a vivir con los abuelos paternos; bueno, me llevaron- en a una cueva de la finca de los tollos en la Rambla, en la falda del montículo de Verdelena.
Paquito, como le hemos llamado siempre, se quedó a vivir en el pueblo con nuestros padres y los demás hermanos que nacieron tras él. A pesar de todo, seguimos muy unidos ya que todos los días venía al colegio andando, y siempre me estaba esperando para ir juntos a la escuela.
Durante el trayecto me narraba pormenores de los hermanos y los padres y yo le contaba los de los abuelos Joaquín y Clarisa que todos los días me preparaban un cesto con frutas de la finca para que los trajera al pueblo y se las comieran en casa. Paquito y yo, como éramos los mayores, nos contábamos todos los avatares de ambas viviendas; en una palabra: éramos confidentes. Estábamos tan unidos que a veces le guardaba alguna fruta que le gustaba en especial y, cuando hacía el reparto- antes de irnos a la escuela, siempre tenía algo apartado para Paquito y, si alguien le echaba el ojo, le decía:¡esto es para Paquito!. Mamá sonreía al comprobar que estábamos tan unidos.
En el colegio seguía progresando adecuadamente, descollando de forma manifiesta y, cuando yo me examiné de ingreso de bachillerato regresé en la catalana desde Murcia y, al pie de los árboles grandes me esperaba con una ilusión sin límites. Se abrazó a mi cintura y en voz queda me dijo: Joaquinico, qué ganas tengo de cumplir los diez años y estudiar como tú.
El tiempo pasaba de prisa y pronto se cumplieron sus vaticinios y los de sus maestros. Sí, Paquito, a los diez años, se examinó de ingreso y primero de bachillerato, comenzando con gran brillantez su andadura como estudiante. Los presagios se iban haciendo realidad y seguía mi estela, dos cursos por detrás, pisándome los talones.
Los estudios, como yo, los realizó en Archena en el colegio padre Andrés Manjón, que regentaban los hermanos Campuzano López, acabando el bachillerato superior con gran solvencia. Los profesores de bachillerato corroboraron cuanto predecían los maestros de enseñanza primaria; Paquito es muy inteligente y tiene las ideas muy claras: llegara muy lejos en los estudios.
Para ser tan pequeño, era consciente de las dificultades económicas de la casa y, con cinco años, se convirtió en un hábil envasador de carteritas de especias. Yo le rellenaba a él y las operarias que trabajaban en casa, con la cantidad de materia prima correspondiente según se tratara de pimienta molida y en grano, canela molida y en rama, azafrán, y pimentón molido.
Él, con gran destreza, doblaba las papeletas o papelinas y las ensamblaba para que no se desparramaran y, quedaran listas y bien presentadas para la venta al público y a los mayoristas. Le había cogido el truco: era un artista.
Al cumplir nueve años ya nos acompañaba a papá y a mí en las tareas agrícolas. Al principio apacentaba una cabra y cogía hierba para los conejos, pero un día, mientras papá y yo descansábamos, cogió la azada que utilizaba para cavar y la picaza para hacer la reguerita donde sembrábamos las patatas y, le cogió tal gusto como nos pasa a todos los niños cuando jugamos a ser mayores que papá le asignó tarea y ahí comenzó la etapa de entronización en la adolescencia pero, a la vez, de tortura ya que sus tiernas manos se llenaron de ampollas y, como le dolían y escocían, se fue corriendo a casa para que le curara mamá.
En la huerta de la abuela se dejó la cabra y la hierba y, como por más que corrí para consolarlo no lo pude alcanzar, cuando regresé al bancal, papá esbozo una ligera sonrisa diciendo: el hombre de nueve años tiene las manos de señorito. Cuando regresamos a casa no le vimos y, mamá; que era su paño de lágrimas, con una mueca nos señaló el rincón donde se había ocultado. Las manos que se las había liado mamá con una venda, las tenía metidas en los bolsillos con el fin de ocultar el premio a su osadía. Papá decía que nos había aparecido en la casa un nuevo agricultor.
Ese mismo año, Paquito comenzó los estudios de bachillerato y me decía: “me gusta más estudiar qué cavar”. Le sonreí, le achuché contra mi cuerpo y le dije: posiblemente tendremos los dos oficios. Frunció el ceño y me enseñó las manos. No me dijo nada más.
Efectivamente, los dos íbamos al colegio de Archena en una bicicleta que era más alta que nosotros y, como no alcanzaba a pedalear tenía que montar por debajo del cuadro, entrañando enormes dificultades para guardar el equilibrio ya que la bicicleta tenía que ir canteada, razón por la cual se le salía la cadena y, en varias ocasiones dimos con nuestros cuerpos en el suelo.
Al ser el firme de la carretera de tierra y piedras, estaba muy bacheada, lo que nos obligaba a circular por pequeñas sendas que quedaban más lisas debido al paso de los peatones. En una ocasión, bajando la cuesta del cementerio de Villanueva, regresando de Archena, a la altura de la balsa de riegos Ayala, bajaba un poco más ligero de la cuenta y en la misma curva donde había un mojón kilométrico, iba tan ceñido qué Paquito que iba sentado en el portaequipajes y agarrado al sillín, le dio un puntapié al mojón y quedó tendido en la carretera. Como a la bicicleta apenas le funcionaban los frenos, tenía que hacer uso de los pies y, cuando me di cuenta que había descargado el paquete, había recorrido más de 20 metros.
Volví y estaba sangrando tendido en la carretera. Le limpié y comprobé que no tenía lesiones de importancia pero si se encontraba muy dolorido. Yo estaba asustado y él, salió corriendo y, a pesar de mis súplicas, no se avino a razones y siguió murmurando en arameo, diciendo que por mi culpa se había lisiado y que tan pronto como llegara a casa se lo diría a papá para que me castigara. Por mucho que le insistí, no transigió, y regresé junto a él hasta la casa.
Por suerte, papá estaba en la finca de la rambla y no regresaba hasta la noche. Yo tenía la esperanza de que se le olvidara, pero no; todavía le duraba el enfado y, con furia le contó cuanto había ocurrido. Como es lógico, sufrí la correspondiente reprimenda e hicimos las paces. Le duraba el encono hasta el punto de que los tres días siguientes, no quiso montarse en la bicicleta y efectuó el camino a pie. Por fin reanudó el transporte público en bicicleta y todo, afortunadamente, quedó en una mera anécdota.
Conseguimos que el director del colegio nos pusiera el horario escolar para que pudiéramos ir y venir juntos; nos daba igual por la mañana que por la tarde, aunque mamá prefería por la mañana ya que durante el invierno, que las tardes eran muy cortas, se nos hacía de noche y se preocupaba por si nos ocurría alguna contrariedad. Por eso, cuando tardábamos, se asomaba a la carretera y seguía adelante por si habíamos tenido algún accidente y estábamos lisiados en la cuneta. En una ocasión llegó hasta el mismo colegio y, toda asustada preguntó por nosotros.
Paquito, todo diligente le dijo que aún no habíamos acabado las clases y que terminábamos enseguida. Mamá se desahogó sollozando ya que hizo todo el trayecto con una linterna mirando en las cunetas de la carretera. Regresamos a casa andando y, ante las recriminaciones de mamá, Paquito, que tenía once años, le dijo: mamá, no tienes que preocuparte; ya somos mayores y no nos pasa nada.
Cuando se tranquilizó, recordó que papá no sabía nada de su peregrinaje, aunque se lo imaginaba, y temía encontrarlo de mal humor. Al comprobar que no le dio importancia le dijo que la noche anterior se lo habíamos anunciado pero que se fue tan temprano a trabajar que no se acordó de decírselo. Paquito se reía y les dijo que al día siguiente se lo contaría a sus compañeros de clase. Afortunadamente, como tantas cosas en la vida, todo quedó en anécdota.
Paquito, que se había diplomado en Agricultura cuando tenía ocho años, al coger la picaza y hacer las regueras para sembrar las patatas, mientras papá y yo descansábamos, recibió el visto bueno de nuestro progenitor, quien le puso los ejercicios correspondientes para ir perfeccionando dicha asignatura. Al igual que a mi, nos doctoró de inmediato y, Paquito, hizo dúo conmigo durante el tiempo que duraron los estudios de bachillerato, alternando los libros con las tareas de la huerta. Nadie se libró y, todos los hermanos se fueron sumando a la legión de agricultores conforme recibían el certificado de aptitud de parte de nuestro gran profesor; nuestro padre.
Durante el curso escolar, papá realizaba las tareas de los tollos y, a mi hermano y a mí, nos tocaba llevar el cultivo de las huertas que, al estar cerca de la casa, no nos ocasionaba pérdida de tiempo y nos permitía alternar las labores agrícolas con los estudios. Cuando estábamos descansando un rato, junto al tajo de la cava, me decía: 2este trabajo no es para mí y, sin pensarlo me enseñaba las manos que estaban llenas de ampollas o de callos endurecidos”.
Como si fuera una persona mayor, me aseguraba que tan pronto como pudiera cambiaría de trabajo para ayudar en la economía de la casa, pero, lo haría en una tarea que no malograra sus lisas manos. Se me acercaba al oído y, en voz baja me aseguraba que para el verano, en vez de cavar en los tollos daría clases particulares a los alumnos que necesitaran recuperar alguna asignatura en la convocatoria de septiembre. Con risa picarona me insistía: sí, ya lo comprobarás. Llegado el mes de julio, una vez que nos habíamos examinado y los niños habían acabado su curso, gestionó la utilización de un aula y se puso a dar clases particulares.
Como un buen gestor, llevó a cabo sus proyectos y todos los días, como un señorito: así le decía mamá, se quedaba en el pueblo, bien ataviado mientras papá y yo (ya nos acompañaba Pepito), nos íbamos a la rambla o a la huerta con el fin de realizar las faenas perentorias del verano, vestidos con indumentaria más deteriorada.
Cuando regresábamos por la noche, nos contábamos como había transcurrido el día y nos poníamos al corriente. Papá, cuando había acabado el mes, le pedía cuentas, pero resultaban escasas para las perspectivas que se había forjado. Papá le insistió que si no ganaba más dinero se incorporaría en las tareas agrícolas. Como es natural medió mamá, diciendo que la clientela se la estaba haciendo poco a poco y que al fin daría sus frutos. Papá no estaba muy convencido y entonces, Paquito me tocó en el hombro y me pidió que le echara una mano.
Mi hermano ya tenía 13 años cuando se examinó de cuarto curso y reválida. Ese año habían cambiado los planes de estudio. Desapareció el célebre examen de Estado e impusieron las reválidas de cuarto y sexto; además de preuniversitario. Él se examinó del bachiller elemental y yo- que tenía 16 años- de reválida superior. Los dos coincidimos en las mismas fechas en el Instituto Alfonso X el Sabio y nos hospedamos en la posada de Santa Catalina.
Hasta allí llegaron nuestras tías Juanita y Fuensanta y nos estuvieron acompañando y animando constantemente. Las dos iban junto a papá y su sempiterna cartera bajo el brazo. Los dos aprobamos nuestras reválidas y nos acompañaron en el viaje de regreso al pueblo. Allí, en los árboles grandes nos esperaba mamá, y el resto de la prole, todos menos Manolo, que nació dos años después.
Fuensanta y Juanita, que nos pagaron los billetes de regreso en La Catalana, cenaron con nosotros y, el actor principal que no era otro sino Paquito, fue el centro de la conversación. Juanita, la más expresiva, se deshacía en elogios hacia Paquito, decía que era un portento. Tan pequeño y parecía un papagayo. Se lo sabía todo de carrerilla.
De pronto, nuestra tía, exhibió los genes de los Espinosas diciendo que tenía a quién salirle: a su abuelo Francisco y a su tío Paco. Eran idénticos; iguales de inteligentes. Papá y mamá estaban pletóricos de alegría y los niños María Encarna, Pepito, Antonio y Angelín- que era muy pequeño- se veían sorprendidos por el alboroto que se había formado. Fuensanta, un poco más comedida, había quedado sorprendida por la labia de un mequetrefe como Paquito. Cuando el Catedrático le hacía las preguntas cogía carrerilla y no le paraba nadie; hasta que con una sonrisa le decía Está bien ¡Basta ya! Tras la sobremesa: papá, Paquito y yo, acompañamos a las tías hasta Villanueva (solo dista 900 metros) lugar en donde ejercían de maestras.
El verano del año 1954 fue pródigo en acontecimientos: Paquito había aprobado la reválida de cuarto curso y, por consiguiente, debería continuar estudiando en Archena hasta acabar el bachillerato. Mari Encarna se había incorporado al grupo de los estudiantes al aprobar el examen de ingreso y primer curso en el Instituto Saavedra Fajardo de Murcia y yo, al haber acabado el bachillerato superior me tenía que marchar a Murcia para comenzar los estudios de Medicina, como estaba planificado por nuestros padres y, con mi aquiescencia.
Éramos muchos y papá quería que todos tuviéramos oportunidades de estudiar y no depender de la agricultura que como diría Paquito años después tantos sinsabores ocasiona y muchas ampollas y callos, en las manos.
Pues sí, mi padre se enteró- se lo dijo Damián, el Secretario- que se había publicado la celebración de unas oposiciones para monitor Nacional de Deportes a celebrar en Madrid. Como es lógico afín al Movimiento. Era el mes de julio y, una noche, tomando el fresco en la puerta de la casa nos dice a los dos: he tomado la decisión de que Paquito se presente a dichas oposiciones y así ya tenemos a dos con sus carreras encauzadas.
Paquito quedó sorprendido pero, conociendo a papá, nada me era extraño. Mamá, que estaba sentada junto a nosotros ya lo había comentado con él. Sí, dentro de una semana tenemos que estar en Madrid para efectuar las pruebas de acceso. Aquí tengo el programa para que te lo prepares Paquito. Mañana voy a Archena para sacar los billetes del tren: me iré contigo a Madrid.
La mente de mi padre era una fuente inagotable de ideas y estas fluían de forma permanente. Los veneros que alimentaban dicho manantial, no sé de donde procedían; lo que sí sé, es que fluían a borbotones. Llegó el día señalado y, el mequetrefe de Paquito como le llamaba tía Fuensanta cariñosamente, se fue andando hasta Archena junto a papá para desplazarse a Madrid en el tren. Cinco días estuvieron en una pensión del barrio de Tetuán y, cuando terminaron todas las pruebas regresaron al pueblo.
Al tratarse de una aventura inédita salimos a los árboles grandes a esperarlos. Papá se apeó del coche de línea rebosante de alegría pero, Paquito, no tanto. Había aprobado los exámenes y solo le faltaba realizar unas prácticas, cuya fecha se anunciaría con la debida antelación.
El verano estaba en sus inicios y las labores de la huerta nos estaban esperando sin demora. papá, Paquito, Pepito y yo, nos pusimos mano a la obra y efectuamos la célebre cava de San Juan, así como la recolección de frutas: melocotones y peras principalmente. Tras envasarla en cajas y columpios, la remitíamos a los asentadores de los mercados de Madrid, generalmente a Silvestre López Ríos oriundo de mi localidad.
Pero siempre surgían dificultades, los caminos eran sinuosos y de difícil acceso y, por tanto, las cajas y columpios teníamos que llevarlos a lomos hasta donde llegaba el camión de transporte; en el denominado el pino de la rambla. Por sendas de ganado y, en algunos tramos de herradura, recorríamos con los columpios a cuestas durante un trayecto de más de un kilómetro. Ni que decir tiene que acabábamos deslomados.
Al regresar a la finca mi hermano me comentaba “¿por qué no hacen un camino más ancho y el camión sube hasta la explanada de la finca?” Así nos evitaríamos acabar con los hombros y espaldas maltrechas y, a veces ensangrentadas. Mi hermano Paco, que solamente tenía 13 años, pensaba y con razón, que dicha labor era inhumana y que debía dársele una solución. Le miraba y me preguntaba ¿Qué estará urdiendo la mente de este pequeñajo?
Sin más dilación le contesté: que el problema no tiene fácil solución. El terreno por donde transitamos es quebrado, sinuoso y estrecho, ubicado entre montes y huertas que no permiten un trazado mejor. Al oír el razonamiento que le hice agachó la cabeza y me dijo: estamos arreglados; no tenemos solución. Por desgracia, mi hermano, es asi…
(Continuará…)