POR ADELA TARIFA. CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Hace unos meses contaba a mis lectores que le ando siguiendo la pista a un tipo de Begijar, acusado de haber maltratado hasta lo indecible a su mujer y dos hijos. Pero nadie me da noticia frescas sobre este chulo. Me enteré del asunto por una hoja de periódico, de esas que casi nadie lee. Allí se relataba una historia terrible, y se reproducía una foto que no consigo olvidar. El maltratador, joven, estaba sentado ante quienes lo juzgaban, aparentemente tranquilo. Frente a él, un biombo. Lo habían puesto para que su pareja pudiera declarar sin mirarle, mientras la custodiaba un policía. Esto sucedía justo el día en que yo participaba en un curso de verano de la Universidad de Jaén, celebrado en La Carolina el pasado julio. Así, mientras una mujer, una servidora, que había nacido en un pueblo de la Alpujarra en plena dictadura, actuaba como ponente, otra mucho más joven, criada en plena democracia, pasaba el mal trago de ocultar su rostro ante su verdugo. Recorté esa hoja, y la pinché con una chincheta frente a mi ordenador. Ahí sigue. Quiero que no se me olvide ni un solo día el calvario que sigue pasando esa mujer, y otras como ella. Quiero valorar el camino recorrido por muchas mujeres y hombres para acabar con una injusticia de siglos: lograr la igualdad de oportunidades. A algunas les ha costado la vida. Ahora nos toca apoyar a las que siguen en el pozo; a las que en lugar de avanzar, retroceden. Ese trozo de papel me ayuda a preguntarme en qué nos hemos equivocado durante estos años de libertades públicas. Y cómo hemos podido engendrar y educar en nuestras escuelas y familias, tantos asesinos potenciales de mujeres. Tantos hombres violentos como ese tipo.
Su ex mujer, entre el pánico y las lágrimas, fue retratando una vida plagada de palizas, humillaciones, violaciones y chantajes. En alguna ocasión el acusado la había desgarrado al atacarla sexualmente, provocándole hemorragias. Era tan salvaje este hombre cuando actuaba como violador que ella agradecía verlo llegar borracho, porque “si iba bebido, sabía que terminaría pronto”. Mil veces la amenazó con hacer daño a sus hijos ante su mínima resistencia o protesta. “¿Por qué no lo denunció?”, preguntó la defensa del acusado. Ella, llorando, dijo que pidió ayuda en varios lugares, y en Centros de la Mujer, pero que en ninguno le garantizaron que su marido no pagara con los hijos la denuncia. Y aguantó. Tanto aguantó que tuvo que ser su hija, con 14 años, quien un día de enero de 2014 fue a la policía, porque también a ella le pegaba este salvaje. Siendo terrible lo que escribo, lo peor acaso sea lo que este presunto violador respondió a una pregunta del fiscal: “Obligó usted a su esposa a mantener relaciones sexuales contra su voluntad”. Antonio Francisco, que así se llama, levantó la mirada y respondió: “No me hacía falta eso. Siempre me han sobrado 50 euros en el bolsillo para irme de prostitutas”. Así entendía su defensa este elemento, cosificando a una mujer extraña cuando le fallaba la que él creía cosa propia. Para hombres de esta calaña no hay redención posible. Tan pobres son que tiene que poner 50 euros en una mesita de noche de un burdel, o en la mano de una prostituta de carretera para que padezca sus aberraciones. Tan solos están que no logran conquistar el amor de una mujer ni de unos hijos dando sólo amor. Tan chulos son, que chulean a un Fiscal con sus respuestas.
Si, es cierto que el maltrato a la mujer viene de lejos. Que los moralistas del ayer llegaron a dudar de que tuviéramos alma. Que ciertos clérigos de hace siglos, como fray Juan de los Ángeles, siguiendo la misoginia que predominaba entonces, aconsejaron a los hombres alejarse de las mujeres, porque eran más sucias que el alquitrán; y que el otro escritor, Juan de la Cerda, en su obra “Vida política de todos los estados de las mujeres”, decía que para domarlas lo mejor eran los palos. Eso ya lo sabemos. Lo que extraña es que en el siglo XXI, en un país llamado España que presume de demócrata desde hace más de cuarenta años, un miserable acobarde en un juzgado a una mujer, que llora de miedo tras un biombo. Y que este chulo, con suerte, pague su delito con menos pena que la padecida por la victima, a la que apaleó durante 18 años. Sí, aquí sale barato matar a una mujer. Porque también se puede morir de pena, de indignidad o de miedo. Es que existe la muerte en vida, dice mi papelera.
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