POR FRANCISCO ESQUIVEL

Enrique Cerdán Tato era un fabulador nato. Pero no estoy hablando del instante en el que el periodista y Premio de las Letras Valencianas metía los folios en la máquina de escribir. Entonces, para un escritor como él, no tenía mérito. Estoy hablando de su tendencia a novelar en una sobremesa cualquiera de las veinte mil historias de las que había sido protagonista o le pasaban de refilón, acompañado de un güisqui o, a poder ser, de dos. Contaba aquellos episodios, de contenidos tan ricos y reveladores, dentro de grandes circunloquios que, al aderezarlos con multitud de gestos, se convertían en una verdadera representación. Los vivía de un modo que le fastidiaba que lo interrumpiesen. Uno de estos momentos gloriosos llegó en una Nochevieja a principios de los 90 en la que, gracias a sus recreaciones, nos dieron las uvas. Sería entonces cuando oí por primera vez aquella historia que, visto el desarrollo de los acontecimientos, se convirtió con el paso de los años en un relato recurrente. Rememoraba Tato, de cuando sus años de lucha clandestina en el pecé: «Nos trincaron y nos llevaron a los calabozos de la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol, donde estaban repartiendo de todo menos felicitaciones dentro de un bullicio tremendo. Entonces oí una voz en la celda contigua que me resultó familiar. Era Rafa Blasco porque allí estaban los del frap». Algún siglo después, el mismo que viste y calza está sentado ante la juez para responder por un rosario de delitos alrededor del presunto desvío de fondos públicos de ayuda a países necesitados. El primer día se puso tan campante ante el micro para decir que «mis recursos son menores que cuando comencé en política». Con semejante cuajo, no es extraño que haya correligionarios que tiemblen deseando que el proceso se cierre en falso, antes de que a ellos les explote cualquier tontería.

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