POR JOSÉ ANTONIO MELGARES, CRONISTA OFICIAL DE CARAVACA Y DE LA REGIÓN DE MURCIA
Durante los años del ecuador del pasado siglo y siguientes, época a la que asiduamente me refiero como “la víspera de nuestro tiempo”, era frecuente ver, al caer la tarde de cada día, mujeres que transportaban una caja de madera de forma prismática, en busca del domicilio de la persona que figuraba la siguiente, en una relación escrita a máquina, que figuraba adherida a la cara posterior de dicha caja.
Ciertas cofradías y asociaciones piadosas, se las ingeniaban para recaudar fondos con los que sufragar los gastos de las mismas, encargando a carpinteros locales la fabricación de una pequeña capillita de madera, a manera de cajón o pequeño armario, de más o menos un metro de altura, con dos puertas abatibles, en el interior del cual se disponía la imagen de la titular de aquella cofradía o asociación piadosa, en dimensiones reducidas. La capillita en cuestión estaba dotada de un vidrio que permitía ver la imagen sagrada en su interior, sin posibilidades de tocarla, y por tanto de posibles desperfectos. Bajo la imagen de la Virgen María (en cualquiera de sus advocaciones), o del santo titular, había un doble fondo con una ranura para introducir monedas que, a manera de limosna, depositaban las personas devotas. Ese doble fondo contaba con un sistema de cierre cuya llave conservaba la tesorera o tesorero de la institución, quien temporalmente lo abría para vaciar el contenido del espacio, que hacía las veces de “cepillo”, pasando la cantidad extraída a formar parte del montante económico de que aquella disponía para sus necesidades.
Para el buen funcionamiento de la operación, una vez construida la capillita (armario), dispuesta la imagen en su interior y cerrada con vidrio transparente, se buscaban treinta personas dispuestas a recibirla en su domicilio un día de cada mes. Se confeccionaba una relación escrita con los nombres de las treinta personas, la cual se pegaba en la parte trasera de aquella, y daba comienzo la ronda. Cada tarde, al anochecer, como antes dije, alguien del servicio de la casa se encargaba del traslado de la capillita hasta el domicilio de la persona que figuraba como la siguiente en la relación escrita, utilizando para ello un asa metálica dispuesta en la parte superior. En la casa donde se despedía la capillita, previamente a su traslado se había reunido la familia y se había rezado el rosario. Igualmente se hacía en el domicilio a donde llegaba, tras su recepción. Generalmente la capillita se disponía en un pequeño altar doméstico, en lugar preferente del domicilio, con sus flores e iluminación a base de velas de cera o lamparillas de aceite, primorosamente preparado por alguien de la familia, generalmente del sexo femenino.
La espera y llegada de la imagen constituía motivo de reunión de vecinos y familiares y, aunque no de manera asidua y sí ocasionalmente, se obsequiaba a los presentes con dulces elaborados en la propia casa a partir de recetas heredadas de las abuelas, y licores también de fabricación casera, muchas veces también en base a fórmulas de tradición familiar. La visita de la imagen era motivo de reunión familiar e incluso de vecinos y amistades más allegadas, si bien es cierto que con el tiempo llegó a ser una rutina, no pareciéndose en nada las recepciones de los años cuarenta y cincuenta, a las de los años sesenta avanzados, previos a la desaparición de la costumbre.
La fabricación de las capillitas se hizo siempre por carpinteros habilidosos, en madera de pino común de la tierra en su color o simplemente barnizada, y en estilo neogótico, tan del gusto popular desde la época romántica, a mediados del S. XIX, hasta prácticamente nuestros días en arquitecturas de carácter religioso.
El fin primordial de estas capillitas itinerantes domiciliarias era, además de mantener viva y activa la devoción hacia el ó la titular de la cofradía o institución piadosa, obtener un dinero, como ya he dicho, con que hacer frente a los gastos ocasionados por la misma con motivo de su fiesta, a la que solía preceder un novenario al que se invitaba a un afamado orador sagrado, y amenizar con coro u orquesta. Pagar el adorno floral y la iluminación particular del altar instalado en el presbiterio del templo donde recibía culto, así como los gastos ocasionados por la procesión callejera, en el caso de llevarse a cabo.
Capillitas itinerantes de esta naturaleza circularon varias en Caravaca en los años de la época a que me refiero, no siendo una práctica exclusivamente local, sino de muchos pueblos de la entonces provincia de Murcia e incluso de toda España. Cuando fue perdiéndose esta práctica, dichas capillas, o quedaron en poder de una familia que rompió la cadena sin que nadie reclamara su prosecución, o en el templo donde la institución tenía su sede jurídica. Con el tiempo, estas capillitas han ido a parar a tiendas de antigüedades para su venta a coleccionistas o curiosos, o se pueden encontrar como elementos decorativos en los más insospechados lugares. Cuando el lector vea un ejemplar de esta naturaleza, puede estar seguro que no pertenece a la persona que lo tenga como de su propiedad, sino que el destino la eligió como su última tenedora, tras un peregrinar de años por los más insospechados sitios del lugar. En cualquier caso su existencia en sitios de lo más variado, recuerda una actividad devocional de carácter popular, muy de moda en las primeras décadas del denominado “Nacional Catolicismo”, que formó parte del costumbrismo local que hoy aceptamos como una de las raíces de nuestra cultura.
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