ANDRÉS, EL CARAJILLO
Ene 11 2017

POR JOSÉ ANTONIO MELGARES GUERRERO, CRONISTA OFICIAL DE CARAVACA (MURCIA)

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Uno de los ejemplos más significativos del fenómeno migratorio que se produjo en Caravaca, y en todo el Noroeste Murciano sobre todo en los últimos años cincuenta, el decenio de los sesenta y primeros setenta, fue el de Andrés Elbal Martínez, popular y cariñosamente conocido en la ciudad como Andrés “el Carajillo”, al parecer por el color trigueño de su piel. Hijo de Bartolomé Elbal y Carmen Martínez (la Carbonera), quienes tras contraer matrimonio establecieron su residencia familiar en una cueva de las muy abundantes hasta los años setenta del pasado siglo en la zona del Calvario. Allí nacieron sus siete hijos: Feliciano, Encarna, Juana Antonia, Ascensión, Cruz y una niña fallecida de corta edad, siendo Andrés el penúltimo y único varón de la abundante prole, quien vino al mundo en mayo de 1920.

Poco sabemos de su niñez y adolescencia, salvo que fue alpargatero y de su afición por jugar al fútbol, para lo que utilizaba, con sus colegas, el campo que durante años vino funcionando donde hoy se ubica el complejo escolar “La Santa Cruz”, considerándosele un buen delantero en equipos locales como el SEU y el Caravaca C.F.

Hizo la guerra civil en Zaragoza, al principio como asistente de un alto cargo militar de aviación. En el cumplimiento del servicio militar en tierras aragonesas llegó a coincidir con su propio padre, y al regresar de la contienda decidió volver a la sombra del Pilar donde encontró trabajo en la fábrica de bebidas espirituosas “Biter Kas” en la que permaneció a lo largo de toda su vida activa. En Zaragoza contrajo matrimonio con la caravaqueña Dolores Guerrero Martínez, de la familia de “los Legones”, con quien trajo al mundo a sus tres hijos: Andrés, José Antonio (Chiquín) y Mari Carmen. El primero empleado en la Policía Nacional, el segundo también funcionario de la empresa “Kas” y la tercera religiosa.

La afición al fútbol de nuestro personaje, del que se recuerdan anécdotas como la de haber jugado un partido en Bullas con un gran pan bajo el brazo durante los 90 minutos reglamentarios del encuentro, y la de haber venido desde Cehegín corriendo, junto a sus compañeros de equipo, huyendo de la afición de la localidad vecina, cuando aquellas rivalidades futboleras tuvieron su mayor apogeo, la heredaron sus hijos pues ambos jugaron en equipos aragoneses, habiendo sido el segundo, entrenador de un equipo regional juvenil.

Jugó Andrés en equipos locales aragoneses como “El Levante” y el “Hernán Cortés”, y fue socio del Zaragoza C.F. durante todos los años de vida en la capital de Aragón. Un diario deportivo local llegó a entrevistarle, en fecha indeterminada, por ser uno de los socios más antiguos de aquel equipo.

Asiduo a su ciudad, a la que nunca olvidó, pasaba gran parte de sus vacaciones en ella, alojándose en el domicilio de su hermana Ascensión, hasta que al quedar viudo de su esposa decidió hacerlo en la hospedería del Carmen.

Su tiempo vacacional en Caravaca lo ocupaba en frecuentes visitas al Castillo, al encuentro con la Stma. Cruz, en largos paseos vespertinos por el Camino del Huerto y en tertulias con los amigos, primero en la “Peña Mariano” y luego en la “Peña Molowny”, reuniéndose con Mariano Ferrer, Perla (el barbero), el Espejo, el Nene, los hermanos Carricos (Paco y Pepe), Felipe Chacón y sus cuñados el Pijuela, el Cebollas y el Charras.

Asiduo lector de prensa deportiva, adquiría diariamente el periódico “Marca”, interesándole todo el contenido del mismo. Su casa, en Zaragoza, siempre estuvo abierta a los caravaqueños que llegaban a la capital aragonesa, y sobre todo a los soldados hasta allí desplazados en cumplimiento del servicio militar, quienes le tenían al tanto de la clasificación del equipo local en la clasificación regional de fútbol.

Fumador empedernido de cigarrillos “Ducados”, lo hacía como “un carretero” (al decir de sus amigos y conocidos), sin que nunca le llegara a perjudicar en su salud. También fue asiduo bebedor de agua de “Vichí”, a lo que algunos achacan su permanente estado “en forma”, relacionándolo con otros, como Paco Pim, que también fueron longevos en su paso por la vida.

No padeció enfermedad alguna nunca, y cuentan sus amigos que “murió de viejo”, con noventa y cinco años, el 29 de octubre de 2015, siendo enterrado en Zaragoza, y con el pin de la Cruz de Caravaca prendido en su mortaja, voluntad que había expresado a sus hijos tiempo atrás.

A Andrés no llegaba a echársele de menos en la ciudad, pues venía con tanta frecuencia que parecía no vivir fuera de ella. Sus llegadas eran celebradas por amigos y conocidos y su presencia motivo de encuentros y conversaciones siempre pendientes. Y a pesar del tiempo de su partida, quienes le conocieron siguen recordándole con afecto.

Como dije al comenzar, Andrés puede considerársele como el prototipo del emigrante, por motivos laborales, del fenómeno migratorio del S. XX. En él se dieron las características que en la mayoría de ellos fueron una constante: apego a la tierra de procedencia, a la que volvían siempre que podían, recuerdo apasionado de “lo suyo” y de los “suyos” y voluntad de regresar definitivamente, aunque no todos lo consiguieron tras las raíces familiares echadas en tierra extraña.

Fuente https://elnoroestedigital.com/

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