EL ALIACÁN
Ene 17 2017

POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)

Curanderas4

Cuando una persona tiene exceso de bilirrubina en la sangre, comienza a ponérsele la piel amarilla, tirando a verdosa, les entonces cuando los médicos diagnosticamos una «hepatitis». Pues bien, a este cuadro clínico, desde época medieval, se le denominaba «Aliacán»; que proviene del árabe «al-yarcán» que significa «ictericia».

Sin embargo, en los pueblos de la huerta murciana y los ribereños del río Segura, a los enfermos se les decía que tenían «aliacán», eran generalmente los niños que pasaban por unos periodos de «tristeza». También a los niños y adolescentes que»estaban desganados» y que habían perdido sus energías de forma manifiesta: se decía que «estaban alicaídos». A los adolescentes se les llegaba a diagnosticar de «mal de amores».

En mi pueblo, en los años de penuria de la post-guerra civil, este padecimiento era muy frecuente; ya que la mayoría de los niños estábamos mal nutridos y, como los médicos no encontraban remedios para dichos males, nuestras madres o abuelas «nos llevaban a las curanderas» que tenían fama de que «cortaban y curaban el Aliacán». Y entre las curanderas que trabajaban en Villanueva del Segura, había un par de ellas que eran famosas. Se trataba de «La tía Sota» y «La poncila».

Generalmente los enfermos y sus familias acudían de incógnito y los que padecían de aliacán eran llevados, en su mayoría, por las abuelas. A mí, concretamente, cuando tenía seis años, me llevó mi abuela Clarisa.

Aunque estas sanadoras actuaban de incógnito, era un «secreto a voces» ya que, todos los habitantes del pueblo eran sabedores de que unas ancianas, algunas personas de elite les llamaba «brujas», de Villanueva cortaban y curaban el aliacán. Tanto los distintos médicos que llegaron al pueblo a ejercer su profesión, así como el cura y las autoridades, eran sabedores de la existencia de estas saludadoras y, aunque no compartían sus artimañas, ante la mejoría que se observaba en los niños y adolescentes que estaban «Pajizos» «optaban por mirar para otro lado».

Recuerdos de mi niñez me retrotraen a la década entre 1940 y1950, en los que la distancia que separa Ulea de Villanueva, unos 900 metros, era como un reguero de abuelas con sus nietos que íbamos o veníamos a que nos atendieran las curanderas.

He de recordar que en aquí también existían curanderas que cortaban o curaban el aliacán, tales como «La Brígida del cartero», «La tía salera» «La tía Segundina, del manco», «La tía Mariquita, hija del tío Orégano»….y algunas más.

El lector observará que siempre eran «curanderas», las que cortaban o curaban el aliacán; mientras que, «los curanderos» estaban especializados en arreglar huesos, trastornos de barriga y dolores de cabeza.

A veces, nuestras abuelas les pedían las recetas para actuar ante una recaída y, de esa forma, evitar tener que acudir de nuevo. Las sanadoras alegaban que cada enfermo reacciona de forma distinta, por lo qué, su tratamiento, tenía que ser individualizado.

Los métodos que utilizaban eran muy variados, pero, lo más común era que colocaran una vela encendida, otros un candil con aceite con aceite y una torcida de hilo o de tela y, otras, un vaso con aceite y una mariposa ardiendo.

En todas ellas, la curandera imponía las manos sobre la cabeza y el cuerpo del paciente, a la vez que le colocaban una cruz pequeña que, en la huerta murciana, se imponía «la santa Cruz de Caravaca». Tras estas imposiciones, efectuaban unos rezos y quedaban «en trance» durante unos minutos.

Una vez realizada toda esa parafernalia, les remitían a sus casas, no sin antes darles un frasquito pequeño que contenía un líquido extraído de la savia de las higueras chumberas.

Los emolumentos eran la voluntad. Sin embargo, algunos clientes que apenas tenían para comer y vestir, les pagaban con algún animal de corral: conejos o gallinas, así como unos pocos huevos de gallina. Mi abuela le pagó con un conejo.

Aquí en mi pueblo se rumoreaba, y también en Villanueva que, cuando les decían que no tenían nada para pagarles y que, en la siguiente visita les traerían «algo»; al cabo de unos días se le había complicado con otro mal de la época «el mal de ojo». Circulaba el rumor de qué, al sentirse engañadas por no recibir, ni siquiera, las gracias; las sanadoras les miraban con tanta malicia qué, a los pocos días tenían que regresar al encontrarse mucho peor.

Son historias de nuestro pueblo, achacadas a la incultura, la falta de alimentos básicos y al sometimiento que los mandamases ejercían sobre la ciudadanía.

Hoy día, la mayoría de los vecinos de mi pueblo que no vivieron dicha época, sostienen que no son hechos históricos y qué, dicha página de la vida de nuestro pueblo, solo son leyendas.

Yo que lo viví, así lo atestiguo. Sencillamente; preguntemos a nuestros antepasados que aún son testigos de aquellos tiempos tan oscuros y quizá encontrarán alguna respuesta a cuanto les narro. Sí, «vivir para entender».

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