POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Cuando el rector Ramón Rubín de Celis recordaba aquella noche en que el seminario retembló, se persignaba. Sucedió el 9 de enero de 1804. La explosión de dos barrenos redujo a escombros los aseos del centro, causando un diminuto Apocalipsis que al rector bien pudo costarle la vida unos días más tarde. Porque alguien le lanzó desde la escalera una orza, con tan buen pulso que le arrancó el bonete al religioso. Luego, recuperado del desmayo que le produjo el ataque, tuvo que reconocer el problema: los seminaristas de San Fulgencio se habían sublevado.
La algarada en el seminario se produjo a raíz de la aprobación de los nuevos estatutos del centro, que endurecían la disciplina hasta el extremo de provocar la protesta de los seminaristas. Sobre todo, de aquellos que no eran internos y que, después de algunas reuniones secretas, convencieron a los otros de la necesidad de declararle la guerra a la institución. Y no dudaron en utilizar dinamita.
El primer ataque se produjo el 9 de enero de 1804, de madrugada, cuando reventaron todos los faroles que alumbraban los pasillos del seminario. Luego, armados con picoletas, destrozaron algunos retretes. De pronto, una explosión hizo retemblar todo el edificio. Los seminaristas habían prendido dos barrenos en los aseos y habían vuelto a sus camas, donde el rector los encontró durmiendo, en apariencia, como angelitos.
A los pocos días, la protesta se trasladó a las calles. Los seminaristas las recorrieron dando alaridos, como posesos, y hasta atacaban a los murcianos que, asombrados, se cruzaban a su paso. Luego, formados como soldados, marcando el paso, se dirigían al seminario. La rebelión de las futuras sotanas se recrudeció el día del patrón, San Fulgencio, cuando decidieron arrasar el seminario hasta los cimientos. Los profesores tuvieron que encerrarse en sus habitaciones para evitar el linchamiento mientras el rector pedía auxilio al obispo.
«Muera el obispo»
El prelado fue recibido con gritos de «¿Muera el obispo!», aunque logró aquietar a los jóvenes durante algunos días. En cambio, no varió ni una coma de los estatutos, lo que produjo nuevas revueltas y la intervención del corregidor, Antonio Montenegro.
En aquella reunión, los seminaristas fueron claros: «Si en veinticuatro horas no se derogan los estatutos y se eliminan los que mandan en el seminario, el colegio será destrozado, y después toda Murcia y su reino». Y camino llevaban de hacerlo. Porque mientras el corregidor convencía al señor obispo para que fuera razonable, los seminaristas regresaron a las calles, organizando un tumulto en cierto baile de ánimas e intentando desbaratar las fiestas de San Antón, donde tuvo que intervenir hasta el ejército para doblegar a los muchachos.
Los murcianos asistían sorprendidos al alzamiento de sotanas. Algunos simpatizaban con aquellos muchachos, aunque en su mayoría consideraban que sus reivindicaciones estaban causadas por los aires de renovación que, a duras penas, extendía por España la reciente revolución francesa. Renovación que, a veces, atentaba contra lo establecido por la Iglesia. O la burlaba, como aquel torero cuyo nombre causaba una sonrisa hasta en los más circunspectos sacerdotes.
El corregidor, cansado de tanto desorden, obligó al obispo a nombrar nuevo rector y cambiar al profesorado. Tanta fue la alegría que, durante toda una noche, los estudiantes organizaron serenatas de agradecimiento.
Aunque la tranquilidad regresó a San Fulgencio, cuentan los cronistas que no fue completa la victoria, pues de los trescientos seminaristas que protagonizaron la algarada sólo quedaron treinta. El resto fue expulsado por «díscolos, desaplicados y mundanos». Curiosamente, fue el nuevo rector, tan vitoreado, el que firmó hasta la última de las expulsiones.
Fuente: http://blogs.laverdad.es/