POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN)
Dos siglos después de que llegarán los colonos centroeuropeos a las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, y un siglo más tarde de que lo hicieran los mineros, La Carolina viviría su tercera colonización en los años sesenta del pasado siglo XX. Llegaron las industrias y con ellas un nivel de vida que superaba la media de la provincia de Jaén y la media nacional. La cocina, y el arte de disfrutarla que es la gastronomía, suelen prestarle a la lengua, me refiero a la que hablamos, refranes y proverbios como aquel de «atar los perros con longanizas» para dejar constancia de que estamos hablando del tiempo de las vacas gordas.
La Carolina volvió a ser la encrucijada de sueños que encierran sus calles perfectamente perpendiculares. Los mismos que el Intendente Olavide dejaba volar desde el balcón de su palacio. Era la sociedad modelo, ya no sólo de agricultores, ni de mineros, sino también de lo que el desarrollismo de la década prodigiosa de los sesenta del siglo XX llamó eufemísticamente productores, por aquello de que había que quitarle el hierro reivindicativo que encierra la palabra obrero.
Las vacas gordas también trajeron a La Carolina la industria hotelera de calidad. Aquella de mesas con muchas flores, muchos manteles y muchos cubiertos, y un camarero con pajarita que nos llenaba la copa cuando aún no se había vaciado. Era la hostelería del Hotel La Perdiz, tan desacorde con los gustos al uso de los productores de la época, aquellos que años antes habían oído cantar a Pepe Blanco lo del «cocidito madrileño» como un himno de reafirmación de la gastronomía nacional:
«No me hable usted de los banquetes que hubo en Roma, ni del menú del hotel Plaza en Nueva York, ni del faisán, ni de los fuagrases de paloma….»
Corría, pues, el año de 1967, año del Bicentenario de la Fundación de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, cuando se inauguró el hotel de «La Perdiz» y la dirección había previsto que el plato estrella del establecimiento fuera la perdiz escabechada, por aquello de hacer honor al ave que les daba nombre. Estando la veda de caza abierta se llegaron a almacenar en sus refrigeradores más de 5.000 perdices. Mariano Varela, natural de El Escorial, y a la sazón chef del recién inaugurado hotel, se encontró con la ardua tarea de buscarle aplicación a los higaditos de los más de cinco millares de perdices. ¡Hagamos paté de perdiz!, fue la feliz idea. Y comenzó a servirse como entrante en todas las comidas.
Lo cierto es que aquel paté (por lo de untar), que hubiera sido el deleite del romano Metellus Scipio a quien la historia tiene como padre de todos fuagrases, que diría Pepe Blanco, acabó convirtiéndose en santo y seña de la gastronomía del norte de Jaén. Curiosamente en los años en que vinieron los colonos (1767 a 1769), muchos de ellos provenientes de Estrasburgo, gobernaba la Alsacia, su comarca, el muy refinado y muy irascible mariscal francés el marqués de Contades, el cual tenía un cocinero normando, tal vez lorenés, de nombre Close, quien conociendo el aprecio que el marqués tenía por el foie-gras, inventó un método para conservarlo consistente en envolverlo en una telilla de grasa de ternera, y más tarde con mantequilla fundida, como aún se hace hoy en La Carolina. El invento culinario llevó al marqués y a su cocinero a ser reconocidos por el propio Luis XV, y a los descendientes de aquellos alsacianos a retornar a las tierras de sus tatarabuelos con solo cerrar los ojos y esperar a que el paté carolino se deshaga lentamente en la boca.
El chef Mariano Varela, en la actualidad reside en Pamplona, y aquella receta la sigue elaborando hoy José María Rodríguez, entonces joven maître de La Perdiz, y ahora regente y propietario del Restaurante La Toja de La Carolina, que tiene la fama acreditada de elaborar el mejor paté de perdiz de los que se ofician por estas tierras.
Fuente: http://www.saborajes.com/