POR APULEYO SOTO PAJARES, CRONISTA OFICIAL DE BRAOJOS DE LA SIERRA Y LA ACEBEDA (MADRID)
El ansia de amor no cesa. Es la súplica más repetida y elevada hasta los cielos de los cinco (o seis) continentes. Basta repasar un poco las redes sociales digitales para darse cuenta de que se trata de una necesidad global. Todos piden y dan consejos y recomiendan suerte. Dicen que para aumentar la autoestima. ¿La autoestima no está en nosotros? Parece que solo a medias. Si no sentimos el aprecio de los otros, no nos sentimos felices ni, a veces, seguros de nosotros mismos.
Tenemos que hacer como los demás, y ya sabemos que los demás son multitud y la multitud actúa como apisonadora de la personalidad.
La gente quiere ser querida. El guapo por guapo y el feo por feo. El pobre por pobre y el rico por rico. Que los ricos también lloran alejados del común de los mortales.
Y porque ama y necesita ser amada, la especie humana se repantiga ante la tele, ese ojo que todo lo muestra y todo lo ve. Más lo malo que lo bueno, ya que la bondad excita menos y cuesta más. Voyeur que es el hombre. Y la mujer. Y el ojo no se cansa de ver y el oído de oír.
Una media de cinco horas diarias le dedicamos a esa función pasiva de la pequeña pantalla. Y la atracción fatal mayor la constituyen los “realities” y las telenovelas. Ficción contaminada que suple y suplanta a la vida verdadera. Sobran en ellos risas y lágrimas, traiciones y atracciones.
El Papa Francisco, aunque recluso en el pináculo del Vaticano, se sumerge en la vida real y nos alerta de que el amor es otra cosa. El amor es entrega, sacrificio, solidaridad. Lo que observamos en la televisión no pasa de ser un sucedáneo voluptuoso que perturba “la inteligencia emocional”.