POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Me acerqué a tomar un café y me encontré con un grupo de vecinos que estaban «echando el pon» que en el argot de los huertanos locales es equivalente a merendar en una taberna, alrededor de una mesa de madera, con un plato de michirones, una ensalada, una botella de vino y una gaseosa).
Allí se reunían todos los atardeceres del fin de semana los huertanos y, «tomando el pon», se comentaban los avatares de los agricultores, de la familia y de las efemérides del pueblo y sus gentes.
Al verme junto al mostrador tomando un café, me invitaron y acepté de buen grado sentarme con ellos. No estaba yo acostumbrado a tomar el pon, no puse ninguna objeción. Durante ese rato de asueto, que duró un par de horas, tuve tiempo de comprobar que eran unos agricultores curtidos en mil batallas y, aunque no habían tenido grandes oportunidades académicas, en su conversación sacaban a relucir sus grandes conocimientos de la vida rural del pueblo. Desde ese momento, les llamé y les sigo llamando, «Los filósofos del Sanedrín rural de Ulea».
Sin lugar a dudas, me dieron una gran lección. A su manera, describieron pasajes vividos y compartidos con los vecinos. Tan interesante resultaba la tertulia que todos participaban en la conversación «poniendo su granito de arena». Rápidamente me di cuenta de qué, aunque tenían las manos con callosidades en las manos y su cuerpo ajado por el paso de los años y la dureza de su trabajo, eran personas inteligentes y pensantes que no tuvieron la oportunidad de expresarse en otros foros académicos.
Sin embargo, aquella reunión de huertanos locales «echando el pon», escenificaban «La Cátedra de la vida de Ulea». Lo pensé mejor y desistí de hacer las gestiones que traía en la mente y que era el motivo por el que había ido al pueblo. No lo dudé y me quedé con ellos.
Además de hablar sobre las tareas agrícolas y la penuria de las mismas, aquella asamblea parecía una tertulia literaria como las que se organizaban en el café ‘Gijón’ de Madrid; a las que acudía cuando iba a Madrid. Cada cual, desde su formación y perspectivas de vida, exponía sus opiniones que el resto escuchábamos con atención. Sin lugar a dudas, aprendí una gran lección.
Unos hablaban del progreso, otros de los sentimientos; algunos, muy pocos, de los resentimientos. La mayoría ponía en valor la amistad, mientras otros del amor y el desamor.
Un nostálgico se centraba en el olvido de las personas queridas entradas en años. Algunos, se lamentaban del curso de la vida, sobre todo de la suya, y se hacían una tremenda reflexión ¿verdaderamente es una suerte seguir viviendo en esta situación de desamparo? No lo tengo claro, continuaba diciendo.
Mi mirada impactaba en sus rostros, a la vez que escuchaba atónito sus palabras y saqué mis conclusiones: Mientras pueda me acercaré al pueblo los fines de semana; con la finalidad de compartir con ellos un par de horas de tertulia. Verdaderamente, la profundidad en la conversación de la mayoría de los contertulios, no se escucha en muchos foros literarios de rancio abolengo.
Estoy convencido que esa charla semanal alrededor de una mesa degustando el tradicional «pon», era un «Sanedrín o asamblea de sabios» del pueblo, en el que todos participamos y damos nuestra opinión sobre los asuntos tratados. Todos teníamos la posibilidad de manifestarnos; aunque discrepáramos en la forma de contemplar los acontecimientos.