POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Era cirujana. Detalle que no tendría mayor trascendencia de no ser porque vivió en el siglo XIV. Y lo hizo en Murcia, donde practicaba la medicina. Esta precursora murciana no es un personaje mitológico. Se llamaba Jamila y era viuda de Yuçaf, un médico judío de quien aprendió la profesión hasta el extremo de ejercerla con similar éxito. Eso es lo que hizo para descanso de muchos parroquianos. Y con la autorización de la «gente principal».
La historia de Jamila no es una leyenda. El Concejo de la ciudad le concedió las oportunas licencias para que ejerciera la profesión. E incluso se conserva el documento, una carta testimonial fechada el 13 de agosto de 1371, donde la ciudad reconoce que esta mujer había «fecho muchas e buenas curas del arte de çurugía».
La carta establece que «damos e otorgamos liçencia e abtoridad de usar la dicha arte […] en toda la dicha çibdad e en su término. […] E por ende, mandamos de parte del señor rey e de la nuestra que ningunos non sean osados de vos enbargar nin contrallar de usar la dicha arte de çulugía en ninguna manera». La libertad de los ciudadanos para practicar la medicina desapareció unos años más tarde, cuando la Corona decretó en 1412 que prohibía que «ningún judío o judía, ni moro ni mora, no sean especieros, ni boticarios, ni cirujanos, ni físicos».
Según el profesor Norman Roth, en un artículo titulado ‘Los judíos murcianos desde el reinado de Alfonso X al de Enrique II’, queda constatado que algunas de las familias judías murcianas procedían de otros lugares, como era el caso de los Aventuriel, los Axaques o los Abenrex. Además, otros llegaron desde Barcelona.
Esto evidencia que muchos de ellos eran inmigrantes, atraídos al reino por la «buena situación económica y un buen clima de convivencia en la ciudad». El mismo autor apunta otro nombre entre los célebres médicos judíos de Murcia: Mayr Alguadix. Era un famoso rabino de Castilla que cuidaba de Enrique III. Alguadix tradujo al hebreo la ‘Metafísica’ de Aristóteles y fue autor de la obra ‘Secreta médica’.
El caso de la doctora Jamila no es único. Aunque no era murciana, la destreza de la oftalmóloga Victoria de Feliz sorprendió a los cartageneros en las diversas operaciones de cataratas que comenzó a practicar el 15 de diciembre de 1793, como informó el ‘Correo de Murcia’.
La primera de ellas fue al gobernador de la ciudad, Alfonso Alburquerque, una operación que, «además de la prontitud y acierto con que la ejecutó, confesó el paciente no haber sentido sensación de dolor». Más tarde intervino a la madre de la gobernadora, que llevaba nueve años ciega, y realizó «otras cinco operaciones», además de atender a muchos, pobres y ricos, que demandaban sus servicios.
Por aquellos años también ejerció Ana Villanueva, esposa de otro médico y quien logró en 1798 un permiso municipal para dedicarse a la medicina en Murcia. Otras no lo tuvieron tan fácil.
La profesora Dolores Laviña de la Torre, comadrona y cirujana, se enfrentó en 1894 al alcalde de Totana, quien le negó el empadronamiento para que no trabajara en la localidad. Y la mujer acudió al gobernador e incluso a las mismísimas Cortes para que le permitieran trabajar. El escándalo llegó hasta Barcelona, cuyos diarios arremetieron contra la discriminación que las mujeres sufrían en Murcia.
E incontables curanderas
El cronista Ricardo Montes, en su obra ‘Curanderas en Murcia. Siglos XIV al XIX’, recuerda que en aquel primer siglo vivían en la urbe «sangradores, curanderos, boticarios, especieros o herbolarios junto a ensalmadores, saludadores o santiguadores, reconociéndosele a cada uno su oficio tras pasar por el tribunal de ‘alcaldes examinadores mayores’».
Parecida licencia ya solicitó en 1480 la vasca Mari Ochiete de Guecho, quien recibió la autorización del Concejo, previo pago de una fianza, para curar «fístulas, ‘lanparones’ [tumores fríos] y la tiña» mediante el empleo de hierbas y conjuros. Deslindar la ciencia del curanderismo en estos casos resulta harto complicado. Montes, por ejemplo, también refiere el caso de María de los Santos, conocida como ‘La Lorenza’, una pequeña de 12 años que vivía en Socovos y que aprendió a curar aleccionada por una gitana. Andaba sirviendo en la casa del cura de Yeste cuando el hombre enfermó de un brazo. Lo mismo le sucedió a su criado.
La niña se ofreció a curarlos y «puso una olla de agua a calentar al fuego y, cuando ya hervía, haciéndole cruces y mentando inentendibles palabras». Entonces la vertió en un lebrillo y colocó la olla vacía boca abajo sobre el mismo. «Y el agua ascendió sola hacia la olla». Investigada por la Inquisición, como ya se veía venir, fue puesta en libertad en 1637. Pero no fue el único caso.
Uno de los más escandalosos afectó a María López, a quien la esposa de Fernando de Monreal pidió ayuda para que lo sanara de la impotencia que padecía. El ritual no tenía desperdicio. Fue necesario que el hombre orinara tres veces por el agujero de un legón, por el lugar donde se encasqueta el mango. Entretanto, la mujer quemó un pañuelo, unos mechones de cabello y ropa mientras profería diversos conjuros «y las cenizas las colocó entonces en una teja, haciendo que el impotente y un amigo escupieran sobre ella, transformándose [la ceniza] en dos sapos sangrando».
Un tipo muy potente
Tras arder también los sapos, acabaron enterrados al pie de una noguera, que al poco tiempo se secó. El hombre tuvo que tomar granos de hiedra tostados con vino blanco. Total, que el ritual, desde luego, era para mear y no echar gota. Cuentan los legajos de la Inquisición que el impotente se curó. Y pronto tuvo varios hijos y diversas amantes, entre las que se encontraba María Ruiz, esposa del Alguacil Mayor de Molina de Segura y con la que tuvo un hijo, que el hombre se negó a reconocer. Así que la Ruiz llamó a María López para que le hiciera otro conjuro de amor. Y esta última terminó también siendo amante del supuesto impotente, a quien ya no había quien lo sujetara, desde luego. Como guinda, la curandera enseñó a la esposa de Fernando «cómo hacer el amor con él, tomando sobre una cama una almohada y realizando los movimientos apropiados con ella, como si de un varón se tratara».
Estas cosas y vaya usted a saber cuántas más se supieron en el juicio que contra ellas celebró la Inquisición. Pero ambas escaparon de la cárcel. Eso sí, de Fernando, desde luego, no escapaba ni una viva.
Fuente: http://www.laverdad.es/