POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
El moderno radar que por vez primera escaneó estos días el Puente Viejo solo ha descubierto, por no escribir recordado, una cosa: es tan sólido como cuando lo levantaron. El resto era evidente si nos atenemos a los proyectos de construcción, los informes, las decisiones municipales y las notas en los periódicos. Esto es: se utilizaron sólidos bloques de piedra, se dispusieron firmes cimientos y aquellos remotos murcianos incluso advirtieron de que la obra duraría siglos. Por conocerse, también se conocía la existencia de la bóveda emplazada según se baja hacia El Carmen y que algunos tildan de oculta. Sería oculta para ellos. Cualquier estudiante de historia de parvulitos sabe que allí está.
Lo que pocos conocen es que, al otro lado, al entrar a la Gran Vía, existe (o debiera existir) otra bóveda. Y que el puente antiguo ocupaba solo el actual tramo asfaltado, a cuyos ambos lados se le añadieron pasarelas para que cruzaran los parroquianos. «Podían caber dos coches, yente y viniente», propuso el obispo. Y que existieron justo enmedio de la pasarela dos espléndidos templetes que ahora, cuando el Consistorio planea una rehabilitación, podría echarle corazón y reconstruirlos. Estos son los detalles de una obra que pronto se convirtió en símbolo de la ciudad.
Una riada acaecida el 26 de septiembre de 1701 arrambló con el anterior puente, entre otras cosas por el peso añadido que durante años se le había sumado. Así que era indispensable, aparte de levantar uno provisional de madera -cuyo concurso aprobó el Ayuntamiento enseguida-, iniciar la construcción de otro. Varios proyectos concurrirían para la obra de piedra en cuanto se abrió el plazo en enero de 1702. Resultó elegida la idea del regidor Juan de Córdoba, pero un año más tarde los trabajos no habían comenzado. Curiosamente, en 1703 se encargó la obra a Toribio Martínez de la Vega.
El primer objetivo del proyecto era elevar el puente, para evitar que el agua del Segura volviera a derrumbarlo. Por tanto, el arquitecto levantaría los arcos «hasta quedar su luz superior al terreno de la Huerta». E incluyó en su diseño la colocación de un ángel y el escudo de la ciudad.
Otra particularidad era la propuesta de construir una puerta que, según destacó en su día el profesor Elías Hernández Albaladejo, correspondía a una de las tres que tenía el Torreón de la Inquisición, que estaba adosado al Alcázar. Al parecer, la construcción serviría para proteger mejor el puente de las aguas, si bien el propio Toribio la descartó años más tarde. Era demasiado caro.
El maestro también recomendaría construir los molinos del río al mismo tiempo que el puente, porque hacerlo después podría desestabilizar ambas estructuras. Ni caso le hicieron, para empezar, los dueños de los molinos.
Arrancan las obras
Se puede citar como fecha de inicio de las obras, sin que a ningún historiador le salgan sarpullidos pues la cosa siempre tuvo opiniones mil, el 7 de mayo de 1718. El próximo año hará tres siglos justos. Fue el día en que el Cabildo municipal aprobó la colocación de la primera piedra. E incluso asistió al acto el célebre cardenal Belluga, aunque pronto volvieron a paralizarse los trabajos. Recordaba Hernández Albaladejo que entonces revisó los planos el ingeniero cartagenero Jorge Próspero Bervon y concluyó su informe con una frase profética: la obra «será permanente para muchos siglos».
No en vano, la preocupación de Martínez de la Vega fue, por encima de todo, la solidez de su obra, para lo cual advirtió de que era necesario utilizar «dovelas de magnitud sólidas, sin quiebra, ni ‘cesura’ alguna». El radar ha demostrado que, al menos en esto, le hicieron caso al hombre. Los cimientos eran básicos para cimentar bien la estructura. Hasta 3,40 metros se hundieron en el cauce. Pero, entre unas cosas y otras, allá por 1740 andaban aún las obras suspendidas. Incluso se propuso que el puente se levantara, en lugar de donde ahora está, frente a las Casas de la Corte, que ocupaban el edificio contiguo al actual Consistorio murciano. Eso lo propuso un arquitecto a quien el Concejo, después de llamarlo, lo despidió porque «sus opiniones nacen de su ninguna experiencia en el terreno del río y en sus avenidas». Y a escupir a la calle.
El edificio de la Inquisición, según la remota costumbre murciana de arrasar con todo lo que huela a historia, pasó a la ídem. En 1739, el corregidor Antonio de Heredia y Bazán daría el impulso definitivo al nombrar director de las obras al arquitecto Jaime Bort. Y lo primero que hizo fue, mire usted por dónde, construir dos bóvedas a ambos lados para ampliar un tercio las entradas y salidas del puente y facilitar el paso de carruajes. Las bóvedas, como puede comprobarse en un legajo que atesora el Archivo Almudí, eran únicas, cortadas verticalmente en figura circular y se tomaron como modelo las que «inventó el famoso arquitecto Anet». Debían referirse a Philibert de l’Orme, autor del castillo francés de Anet.
A salvo de alcaldes
Si las bóvedas se conservaron fue porque un metro de tierra las separó de la gestión del alcalde de turno. Las cosas como sean. Pero no sucedió así con el elemento más destacado del puente. Agárrense a las butacas. Eran dos templetes que se alzaban a cada lado del estribo central y atesoraban sendas esculturas de los arcángeles San Miguel y San Rafael. No hace falta ser Miguel Ángel para imaginar la estampa barroca.
Estos triunfos o casilicios, que así se llaman, fueron retirados en la década de los años treinta del siglo diecinueve. Se atribuyen a Joaquín Laguna. Y quizá se incorporaron más tarde al puente, pues las esculturas fueron tasadas en 1753.
Los murcianos, desde luego, hicimos lo que nos priva: demoler sin piedad cualquier cosa, no sea que haya que protegerla. Pero también se alzarían entonces voces de condena. Así, el arquitecto Juan Albacete, como el cronista José María Ibáñez recuerda en su obra ‘Estudios biobibliográficos’, aseguró que «la grandiosidad que ofrecía el bien estudiado plan del puente no se muestra ya desgraciadamente, pues con mengua de quien lo dispuso y del pueblo que lo consistió, se apearon los dos bellos templetes» que daban «elegancia a la gravedad de las moles de piedra».
La recuperación de los templetes sería un acto de justicia. Sin contar que la belleza del puente recortado sobre el río, sardina aparte, se incrementaría, si es que eso fuera posible, que incluso lo dudo.
Fuente: http://www.laverdad.es/