POR FRANCISCO JOSÉ FRANCO FERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE CARTAGENA (MURCIA)
Fue un día de verano, en los ya lejanos años 60. Tuvo que ser por San Pedro. Como cada estío viajábamos desde Murcia a Islas Menores con el abuelo. Al doblar una curva algo en el paisaje apareció ante mis ojos infantiles diferente. Papá Antonio, que así le llamábamos los nietos por orden suya, me explicó que aquel imponente edificio era el monasterio de San Ginés de la Jara, corazón del Mar Menor y del verde rincón que lleva su nombre.
Para mi hasta no hace mucho el monasterio ha sido sobre todo una referencia visual desde todos los rincones donde me he movido desde niño en mis paseos, meriendas y excursiones de verano. Respeto y pena he sentido yo siempre ante el deterioro constante y evidente de esta joya de nuestro arte y nuestra historia. Hoy, casi 50 años después de aquel primer descubrimiento visual mío, he de agradecer a los queridos amigos que han pensado en mi para hablar hoy aquí ante vosotros: algunos habéis crecido y jugado cerca de sus gigantes muros, Javier Lorente incluso ha nacido y vivido entre sus cuatro paredes, y todos en general sois devotos del lugar y deseosos de ver algún día recuperadas sus glorias pasadas.
Yo agradezco que penséis que los cronistas debemos estar en primera línea junto a vosotros, porque podemos contaros nuestra interpretación de la historia del lugar y; sobre todo, porque contaremos a vuestros hijos y vuestros nietos (si la salud nos lo permite) lo que hoy y aquí hemos visto en este alegre día de fiesta.
Personas hay muchas que podrían hablar mejor que yo de los hechos y las cosas que sucedieron durante tantos siglos tras esas paredes preñadas de historia. Pienso en nuestro Javier Lorente o nuestro Pepe Sánchez, cercanos en el espacio y bien conocedores de la historia del lugar; o los profesores Flores Arroyuelo o Francisco Henares, así como tantos otros que están en nuestro recuerdo y en nuestro pensamiento. Yo solo puedo decir, desde mi modesta interpretación, que hoy es día para recuperar el espíritu mágico y conciliador de este lugar que siempre acercó a gente de variada formación cultural y religiosa; y también momento para reflexionar sobre la integridad territorial de la región que el monasterio representa y la patria que le da cobijo, nuestra vieja España.
San Ginés de la Jara es un lugar enclavado en sitio estratégico, en un lugar central de la vieja laguna que tiene cerca la sierra minera, el Portus Magnus y los privilegiados enclaves de la Prehistoria, como la cercana Cueva Vitoria, cuyas maravillas podría contarnos la profesora María del Carmen Berrocal, que sin duda nos acercaría al conocimiento de un espacio geográfico bien diferente al que conocemos hoy en día, con una climatología favorable a la presencia de animales salvajes que hace siglos desaparecieron de Europa. Recuerdo en las clases del profesor García Del Toro y en las conversaciones que mantuve con Carlos García haber escuchado la importancia en la Protohistoria y la dominación cartaginesa y romana de este lugar, a caballo entre colinas plagadas de minas, el mar, los puertos de explotación de minerales, el poblado de la loma del Escorial, la vía romana y la factoría de salazón de pesado de la playa que hoy llamamos del Castillico.
En una entrevista que realizamos en el programa Cartagena Histórica de la SER a Antonio González, querido amigo e investigador incansable e impagable en su esfuerzo, reflexionaba sobre el origen y la auténtica personalidad del Santo Patrón de Cartagena, ¿francés? ¿peregrino? ¿mártir decapitado? Él hablaba del propio caballero Roldán (el Roland de la canción), de la figura de San Ginés de Arlés y de la propia familia del emperador Carlomagno. Pero sus agudas reflexiones y la evidencia arqueológica le inducían a pensar que el enclave en el que hoy festejamos y reivindicamos ha tenido presencia humana desde épocas de denominación romana bien tempranas.
Y la existencia de las ermitas del cercano monte Miral nos hacen creer, en la línea de su pensamiento, que los primeros monjes eremitas pudieron llegar allí antes de la denominación visigoda (que apenas se notó en la comarca) y mantenerse hasta la época musulmana y la Reconquista. Muchos historiadores sostienen que fue ésta zona (en el espíritu de los pactos de Teodomiro con el poder musulmán) de encuentro y convivencia pacífica entre religiones de la cruz, la estrella y la media luna, que vieron en esta esquina plateada del sureste hispánico un lugar mágico que todos reivindicaban como obra de un Dios bueno y justo. Y llegados a este punto la historia nos ofrece un panorama complejo que nos hace pensar que tras la postura oficial sobre el desembarco musulmán en la Península se esconde una oscuridad total en la que las fuentes no nos dan un enfoque acertado. Pienso yo, como lo pensaba Jover Zamora, que la hipótesis de una entrada masiva por el estrecho es descabellada, conociendo como conocemos el fragor de sus vientos y de sus aguas. Muchos piensan que muchos de esos dominadores pudieron navegar desde Argelia a las costas de Cartagena, donde Teodomiro firmó las famosas capitulaciones que no hablan de Cartagena por ser quizá aquí firmadas y ser una realidad sobreentendida. Existe en nuestros días un equipo de jóvenes historiadores, que trabaja con parámetros y coordenadas geográficas que sitúan cerca del punto desde el que nos encontramos una realidad que marcó tendencia en el futuro de España. Siendo o no éste su lugar de presencia primera, lo cierto es que si está demostrado que los pactos que aquí se firmaron indican una situación excepcional en la Hispania de la crisis visigótica: que existía un poder organizado con el que poder organizar un nuevo estatus. Expertos medievalistas como Marcos García Isaac se remiten a la idea de que el santo estuvo realmente en el lugar, siendo quizás un mártir del cristianismo decapitado y allí enterrado, al que rindieron culto un grupo de eremitas que descendían del monte Miral para practicar sus oficios religiosos. Quizás ésta fuese la realidad que pudo percibir el príncipe Alfonso, futuro rey Sabio, cuando llegó por primera vez a la zona recorriendo los cotos de caza y las salinas existentes. Ya como rey conocieron sus reinos revueltas que fueron sofocadas por su suegro Jaime I, rey de Aragón y catalán de la parte francesa. Nacido en Montpellier, recuperó estas tierras para Castilla y las repobló con gentes del otro lado de los Pirineos. Aquellos habitantes de la costa del Rosellón, donde existe también un cabo como el nuestro de Palos y una laguna como el Mar Menor, buscaron en las cercanías del monasterio un lugar parecido al que habían dejado. Y trajeron su virgen morena que imitaba a la que se conserva en la ciudad de Montpellier y la llamaron del Rosell. Aquellos Vidal, Wandossell o Pividal que se establecieron por nuestras costas llenaron sus partidos y caseríos de sus topónimos, nuestra gastronomía de ricas variedades y nuestro castellano de catalanismos de la lengua occitana.
De aquellas revueltas acaecidas por nuestros pagos tomó buena nota el rey Alfonso, sabio por la permanencia de sus leyes, pero que dio a la capital Murcia una serie de territorios situados en la costa, y la representación en Cortes, marcando una tendencia centralista en la región que todavía perdura.
La Baja Edad Media está marcada en lo político por el control de los Vélez o Fajardo y en lo religioso por el todavía hoy en día polémico traslado del Obispo. La capital concentra poderes y el monasterio vive sus primeros años dorados con la presencia de los monjes agustinos y el reconocimiento por la Iglesia de la santidad de Ginés, reivindicado en Cartagena como patrón por las elites de poder. La conversión en los tiempos de los Reyes Católicos de esta zona en territorio de Realengo supuso la revitalización de la permanencia monástica. El Cardenal Cisneros, con su larga mano, desvió hasta aquí las rutas del peregrinaje e instaló en San Ginés a los suyos, los Franciscanos. Los Austrias convierten Cartagena y su zona de influencia en un centro de poder militar y el monasterio en un gran enclave religioso y económico, donde se mezcla el retiro, el peregrinaje y la oración con los grandes negocios urdidos por los regidores de la familia Tacón, Poyo, Rivera o Martínez Fortún, que hacen posible el alzado del edificio que hoy se conserva y administran en beneficio propio las explotaciones de Sosa y Barrilla. La lejanía del obispo queda en parte compensada con la existencia de este enorme poder paralelo, centro de un gran proyecto no realizado, el Real Canal de Carlos III, cuyo canal principal con aguas procedentes de Andalucía, estaba pensado regase y convertirse en vergeles las secas tierras serpenteadas por los molinos.
Las desamortizaciones del siglo XIX y la privatización del edificio, remodelado por última vez en tiempos de la Segunda República, ha dado paso a un lento proceso de deterioro que no nos cansamos de denunciar.
Agradezco para concluir, una vez más, a la organización de este evento, que cumple este año el primer centenario desde la recuperación de la tradición que en estas fechas celebramos. Y lo hacemos, no podemos olvidarlo, ante un gigante todavía despojado de su riqueza y muy herido. Y no podemos dejar de reivindicar una vez más su puesta en valor, y, algo más, la recuperación de su espíritu de fraternidad en estos tiempos de conflicto religioso y territorial en España.
San Ginés de la Jara, desde la oración o desde la pura reflexión, nos invita a plantear la creación aquí de un centro de mestizaje cultural y religioso, y de un enclave que nos induce a pedir, con mesura pero con firmeza, que se revalorice nuestro patrimonio comarcal recuperando restos arqueológicos, molinos y viejas ermitas; y también que nuestros pueblos y diputaciones aumenten su peso específico en una Cartagena llamada a contar más en el contexto regional, clamando desde aquí su pueblo a voces competencias en materia industrial, turística y aduanera que superen viejas diferencias.
Todos queremos aquí a pie de monasterio que nuestros hijos y nuestros nietos lo conozcan de nuevo orgulloso luciendo desde lejanos puntos como faro y guía para los nuevos peregrinos que deben venir por mar y aire y por rutas de alta velocidad, que no desea el Santo más padecimientos ni gente andando por polvorientos caminos.