POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
Baltasar Melchor Gaspar de Jovellanos nació en Gijón la noche de Reyes de 1744, de ahí que se le impusieran esos nombres, y murió en Puerto de Vega el 27 de noviembre de 1811. Pensador, político, jurisconsulto, economista y escritor, fue pieza fundamental en el complicado juego de la economía, del pensamiento moderno y del gobierno de la nación. En sus numerosísimos escritos, diarios, cartas y tratados se interesó por mil y una cosas. Miembro de numerosas academias, llegó a ser Ministro de Gracia y Justicia en 1797. Fue injustamente desterrado durante siete años en Asturias y, más tarde, otros seis en Mallorca. Como ya escribí en alguna ocasión, Jovellanos fue un regalo de esos que -de vez en cuando- los Reyes Magos le hacen a España, y ocurrió con él como con algunos juguetes en la mañana de la Epifanía, cuando algunos niños los rompen a ver qué llevan dentro y -en el caso de Jovellanos- lo que llevaba era la cultura, el progreso y el futuro. Demasiado para aquella España oscurantista, donde la Ilustración se percibía con temor y sospecha, cuando no con un hostil rechazo.
En su octava carta a Antonio Ponz –una figura esencial de la política cultural borbónica de la época, que trabajó para Jovellanos y dejó una obra escrita monumental- Jovellanos le cuenta cómo eran los esparcimientos de los labradores asturianos. No tenían más diversiones que las romerías, así llamadas porque eran peregrinaciones de romeros que, en determinadas festividades, se hacían a los santuarios de la comarca, con motivo de la celebración del santo titular.
Se escogía como escenario de los festejos el sitio más llano, frondoso y agradable de las inmediaciones de la ermita, donde se colocaban en círculo las tiendas, los comestibles y los toneles de sidra y vino, así como todo lo restante para el regocijo y la fiesta. Desde la víspera de la misma comenzaban a llegar al lugar tenderos, vendedores de frutas y licores, así como algunos romeros que montaban sus tiendas para pasar la noche y guarecerse del sol al día siguiente o bien de las lluvias, frecuentes en Asturias.
La noche se pasaba en baile y jarana a orillas de una gran hoguera que hacía encender el mayordomo de la capilla.
Utilicemos aquí el tiempo presente para dar más viveza al relato: resuenan por todas partes el tambor, la gaita y, a veces, el violín, entre los cánticos y bullicio general. Al amanecer se ponen en camino los que vienen a la ermita atraídos por la devoción, la curiosidad o el deseo de divertirse. Vienen de las aldeas ataviados con las mejores galas que su pobreza les permite. Sobre todo, la gente moza se adereza y engalana a las mil maravillas, dado que son éstas las únicas ocasiones en que se ven y se hablan los novios y se apalabran muchas bodas.
Entran los romeros en la ermita a hacer sus preces, peticiones, agradecimientos, siempre de acuerdo con su sencilla devoción. La imagen del santo o santa titular de la fiesta suele ser pequeña, mal acabada y, muchas veces, corroída por la carcoma y la polilla. Tras las visitas a la ermita, la misa y la procesión, la gente se da a la fiesta. Se venden ganados, ropas y alhajas, así como todo tipo de comestibles. Así se llega a la hora de la comida, cuando el sol está en lo más alto. La gente se distribuye en grupos a la sombra de los árboles, cerca de un río, de un arroyo o de una fuente cristalina, para hacer sus comidas, presididas por la frugalidad y la alegría. La leche, el queso, la manteca, las frutas verdes y secas, buen pan y buena sidra, son la materia ordinaria de estos banquetes campestres. Algunos sestean un rato por aquellos amenos lugares y, seguidamente, se empiezan a disponer las danzas que servirán de ocupación el resto de la tarde. Hombres y mujeres forman la suya por separado. Hay algunas diferencias entre ellas. Se parecen en unirse todos los danzantes en rueda, cogidos de las manos y giran en rededor en un movimiento lento y compasado, al son del canto. Los hombres danzan al son de un romance de ocho sílabas, cantado por alguno de los mozos de la comarca cuya voz sea clara y tenga buena memoria, y a cada copla o cuarteto del romance responde todo el coro con una especie de estrambote que consta de dos versos o media copla. Señala Jovellanos que el origen de estas danzas no sería extraño que hubiese tenido lugar en la Edad Media, dado que tienen un sabor a los usos y estilos litúrgicos de aquellos siglos y que pudieron llegar acá con los romeros que peregrinaban a las romerías de San Salvador de Oviedo o que iban de camino hacia Santiago de Compostela, que en la Edad Media era frecuentadísimo En estas danzas varoniles se observa que todos los danzantes llevan su garrote, que sostienen con dos dedos de la mano izquierda, libres los otros para enlazarse en la rueda o corro.
A veces, en medio de la danza, algún valentón empieza a vitorear a su pueblo o su concejo. Los del concejo vecino, por lo común rival, vitorean el suyo; crece la competencia, el griterío y la confusión; los menos valientes huyen, el más atrevido enarbola su palo, lo descarga sobre quien mejor le parece, y al cabo se arma tal pelea de garrotazos, que algunas veces deja correr la sangre.
El Gobierno pensó en suprimir el uso de los palos, pero hubiese sido difícil de llevar a cabo, dado el arraigo de la costumbre de portarlos en toda ocasión.
Disculpa el buen Jovellanos estas situaciones violentas y argumenta que los recreos de los hombres son muchas veces imagen de la guerra y que el sudor y la sangre suelen correr en sus juegos.
Las danzas de las mozas asturianas forman una poesía reducida a un solo cuarteto o copla de ocho sílabas que se alterna con un largo estrambote o estribillo. El primer verso empieza con “¡Ay!, un galán de esta villa”. Generalmente se canta al amor o cosa que diga relación con él. A veces se mezclan sátiras o invectivas; se zahiere la inconstancia de algún galán, la presunción de alguna doncella, ya el lujo de unos, la nimia confianza de otros, y cosas semejantes. Aunque las coplas se dirigen muchas veces contra determinadas personas, no siempre se las nombra, pero se las señala muy claramente, puede ser la persona que más sobresale por cualquier razón o circunstancia.
Cuenta a la sazón Jovellanos que siendo él bien niño, el entonces obispo de Oviedo -don Julio Manrique de Lara- se encontraba en su estupenda quinta de Contrueces, en las afueras del Gijón de la época; era el día de San Miguel y se celebraba allí famosa romería y, las mozas, para festejar a su ilustrísima, formaron su danza debajo de los mismos balcones de palacio. El prelado, cansado del guirigay y la bulla dio orden para que hicieran retirar de allí las danzas. Sus capellanes fueron ejecutores del decreto, que se obedeció al punto; las mozas se mudaron de sitio, pero no tanto que no pudiesen ser oídas, armaron de nuevo la danza y recompusieron la letra de la misma que decía: “El señor obispo manda que se acaben los cantares; primero se han de acabar obispos y capellanes”.
Cae la tarde y la romería va tocando a su fin. Hierve el bullicio y la alegría de los concurrentes. Aquí se canta y se danza, allí se tira a la barra, se juega y se retoza; unos tratan de amores, otros de intereses y contratos; éstos beben, aquellos riñen, los otros corren y, en fin, reina sobre la escena un espíritu de unión, de alegría y de júbilo que todo lo anima.
Jovellanos se asombraba de que hubiera censores que clamasen contra esas inocentes diversiones, cuando eran el único desahogo a la vida afanada y laboriosa de los pobres y honrados labradores, que trabajaban todo el año con la esperanza de disfrutar a lo largo del verano de tres o cuatro días alegres y divertidos.
Consideraba el ilustre gijonés que la prohibición de las romerías asturianas hecha por el sínodo episcopal de Oviedo, aunque fuese muy respetable para que él se atreviese a combatirla, sufrió retrasos de aprobación, fue reclamada en varios puntos y, por último, que perteneciendo esta materia en todas sus partes a la autoridad civil, ella sola es quien debería regularla en todo tiempo.
La nueva ordenanza del Principado de aquella época desoyó la prohibición eclesiástica y dio otras pautas a estas diversiones.
Dichoso el pueblo, añade Jovellanos, cuyas sencillas costumbres representan todavía una imagen de esta envidiable y primitiva felicidad. En los juegos de los egipcios, de los griegos y de los romanos, siempre se mezclaba la religión, sin embargo una razón política los fomentaba y sostenía, porque se juzgaban necesarios para la quietud y entretenimiento de los pueblos.
A veces no difiere demasiado la visión de algunas cuestiones, si comparamos las de siglos pasados con las de estos tiempos, cuando ya corre el séptimo año de la segunda década del siglo XXI.
Fuente: Artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA