A JOSÉ ANTONIO FIDALGO, CRONISTA OFICIAL DE COLUNGA (ASTURIAS). QUÍMICO, PROFESOR JUBILADO Y GASTRÓNOMO
Cuénteme una historia.
-Ésta es una historia de emigración, convertida en tentación de riqueza, con tres destinos principales en América: Argentina, Cuba y, sobre todo, Chile. El mar que unía y separaba, al que se enfrentaban los marineros llastrinos que salían a la pesca de la ballena y que fue la causa de que Lastres se llenara un día de fábricas conserveras. La influencia de la emigración sigue gravitando sobre el concejo, pero del auge conservero apenas queda nada, salvo pura artesanía.
Sol limpio de invierno. Uno de esos días diáfanos que permiten otear el horizonte marítimo y los perfiles del Sueve al interior. Desde el mirador de Lastres, donde las parejas se hacen «selfies» con el pueblo detrás asomado al Cantábrico, se distingue la cruz que corona el picu Pienzu, 1.160 metros de altitud, y a dos pasos y medio de la playa. Para ser exactos, de la playa a la cima, cinco kilómetros en línea recta.
José Antonio Fidalgo Sánchez (San Juan de Duz, Colunga, 1939) recuerda una jornada de fatiga hace exactamente seis décadas. «Unos amigos me invitaron a subir al Pienzu, era el mes de septiembre, tenía yo 18 años y estaba a punto de comenzar mi carrera universitaria. Yo siempre fui muy andarín, pero de caleya y muy ajeno a las alturas.
Era un día de cielo limpio y allí, en la cima, se me presentó una imagen que resumía el concejo. Al Norte, el mar inabarcable; alrededor del picu, los valles, bosques y aldeas. Colunga y Lastres… Todo a la mano, todo a un paso. Era como la historia concentrada de mi tierra en tan sólo un golpe de vista, como un abrazo de piedra y agua».
La cruz que corona el Pienzu tiene que ver con una promesa de emigración. «Los hermanos Victorero Lucio eran lastrinos emigrantes a México en el primer cuarto del siglo XX. Les tocaron unos tiempos convulsos, los de la revolución mexicana, y prometieron erigir la cruz si conseguían retornar a su tierra natal con vida y fortuna. Y así fue».
Desde el Pienzu se ve Covadonga y se vislumbra Gijón. Es el límite sur de un concejo bicéfalo, que criaba vacas y pescaba cetáceos a bordo de traineras. «Llastrinos y colungueses se necesitan mutuamente, pertenecen a dos culturas diferentes que se complementan. Hay competencia festiva, y eso está muy bien», dice el cronista oficial de Colunga desde 1984, que fue estudiante becado, una fábrica de sacar sobresalientes, y es capaz de discutir y disertar en latín: «Es que en mis tiempos ayudé mucho a misa».
Les sardineres de Lastres iban a vender a Colunga «con el bardal en la cabeza y corriendo por la carretera para llegar primero que las demás». A la vuelta, ya más relajadas, regresaban en santa compaña. «La rula de Lastres se llenaba de cajas de pescado y compradores, y allí en medio de la lonja estaba Gildo: ‘Vendo esta cajina de merluces, pero, ojo, dos están faldiaes’, que quería decir que estaban picadas. Allí no se engañaba a nadie».
«Viví una infancia feliz, aunque quedé huérfano de madre a los pocos días de nacer. Me recuerdo jugando a la peonza, a les chapes, a coger ñeros…».
La playa de La Griega tiene huellas de dinosaurio y un río por medio, el Llibardón, que divide parroquias. «Veníamos a coger bígaros, llámpares y lo que cuadrara. Había muchos xarrianos y xulies. Y lubinas, a vara, claro. Había cangrejos que eran como andariques, coloraos, buenísimos.
Yo pesqué mucho y, por cierto, todavía tengo licencia de pesca. Todos estos montes de ocalitos que ven sobre la playa eran por entonces praos de bravío a los que íbamos a coger manzanilla».
La escuela de San Juan era mixta y unitaria, con una buena banda de chavalinos en clase desde los 5 hasta los 14 años. «Yo empecé tan pequeño que doña Aurora, la maestra, me ponía en brazos mientras yo hacía palotes».
A los 11 años el niño José Antonio fue enviado interno a Gijón, al colegio de los Jesuitas. Muchos años más tarde, Fidalgo se convirtió en una institución docente de la Inmaculada, el cole donde aprendió y donde enseñó durante décadas. Lleva toda su vida escribiendo libros de texto sobre Física y Química.
Vive en Gijón, pero su concejo natal ha estado presente, incluso obsesivamente, a lo largo de la vida de Fidalgo, y a él vuelve impulsado quizá por cierta querencia atávica que acompaña al ser humano. En Colunga tiene familia, aquí encontró a Alicia, la mujer de su vida, y desde su segunda residencia colunguesa abre la ventana y disfruta de la montaña del Sueve, un paisaje que se renueva cada día.
«Aquí hubo una potente industria sidrera, sobre todo dedicada a elaborar sidras champanizadas. La firma El Hórreo, Hijos de Pablo Pérez, fue incluso anterior a la tan famosa de El Gaitero, de Villaviciosa».
Colunga fue parada y fonda en el peregrinaje jacobeo, documentada desde el siglo IX, y tiene una joya del Prerrománico, la iglesia de San Salvador de Gobiendes. El templo aparece citado en 921, en el Libro de los Testamentos de la catedral de Oviedo. A Gobiendes le toca quizá el último tramo del reinado de Alfonso III, que muere en 910 y marca la transición entre los reinos de Asturias y de León.
Buscamos atalayas desde donde disfrutar de ese espacio complementario agromarinero y visión panorámica.
– ¿Le parece que subamos al Pienzu?
-No, hombre, yo ya no estoy para esos trotes, pero por vistas en el concejo le aseguro que no va a quedar.
Gobiendes queda atrás y, más adelante, Loroño (Lloroni). Camino del municipio de Caravia, hasta una vieja cantera hoy sin actividad. El mirador de El Fito, ya en Parres, no queda muy lejos de allí, carretera arriba.
El paisaje se abre de repente como un abanico y José Antonio Fidalgo Sánchez vuelve a experimentar aquella sensación juvenil en los altos del Sueve. El abrazo que lo abarca todo, más allá de la línea del mar, de la memoria de un pueblo, sobre el pasado y el porvenir.
«En Colunga había tradición de hacer el camino a pie hasta Covadonga, yo lo hice muchas veces. Recuerdo que un día después de salir de noche y subiendo El Fito empecé a oír a gente que hablaba. Eran como las doce. Esperé a ver quiénes eran y en eso me encuentro con Eutimio, el hostelero, que era un chaval, y con su abuela, una mujer que de aquélla debía de tener unos 90 años. La señora había prometido que si Eutimio salía bien de la mili, iba andando a Covadonga con el nieto. Me uní a la expedición familiar, pero el problema es que la abuela nos dejaba atrás». EDUARDO GARCÍA
Fuente: http://www.lne.es/asturias/2017/12/26/colunga-quimica-paisaje-infinito/2213970.html