POR EL CRONISTA OFICIAL DE FORTUNA (MURCIA) FULGENCIO SAURA MIRA
Esta vez queremos hablar de la montaña, fundirnos en el valle morisco de Ricote donde se asoma el águila real por sus riscos escarpados y brota el enebro en rinconadas mensurables, donde trota el gato montés y la gineta huye del furtivo cazador que la persigue.
La montaña se asoma como gigante mitológico que requiere miradas de sus dioses en tanto que las náyades confirman su belleza indescriptible en alguna vaguada. Aquí la montaña se viste de luz en primaveras ociosas y el ocre ajusta su latido en la plenitud otoñal, cuando el leñador ajusta el hacha, como dardo brioso, sobre el leño requerido.
Todo fluye en este bosque como el orden de las cosas y la bruma persiste hasta que Hiperión, con sus primeros y frágiles rayos, comienza a vestir la naturaleza en una diversidad de colores. Pues que la primeriza tonalidad aclara de rosa el lejano mirador, deslizando pinceladas de esmeraldas en la frondosidad del boscaje. Los arbustos se instalan en sus recios senderos por donde alguna alimaña teje su escondite, en tanto que el pastor conduce su rebaño por viejas cañadas sorteando barrancos, buscando el prado acogedor.
La montaña tiene vida, exhala su respiración como organismo fecundo que se estremece ante la amenaza del hombre, que en unos segundos puede acabar con su belleza. La montaña es signo de libertad, espacio donde cabe el embrujo de la fantasía Y se eleva el alma en una huida que trasciende. No solo el denso arbolado recrea el ambiente en su variedad de tonos, pues que en lugares recogidos aparecen los sabinares mientras en otros se domina el pino carrasca cuya madera es tan requerida por viejos leñadores. Y es que esta montaña mágica de Ricote que atesora en el Valle una flora y fauna singular, se viste en cada estación de variadas formas.
Amarillean las hojas de sus árboles en el otoño romántico, en sus choperas que se miran en remansos de agua contenida, adueñándose de las miradas de quien sabe enamorarse de estos encuadres paisajísticos, respira hondo para congraciarse con el don que la naturaleza le ofrece en este santuario de la vida vegetal que nos indica la necesidad de su defensa, para lo que el forestal ha de retener el furor del cazador furtivo que marcha tras el gato montés o la gineta danzarina, y más aún del asesino terrorista de este boscaje, incendiario de la mas prístina desenvoltura de la madre naturaleza y que, peor que las alimañas agraciadas que por el bosque corren; deja su maldad en la rúbrica de su perversa acción como viene sucediendo, en otras zonas de Galicia; lo que provoca la muerte de estos seres vivos.
La montaña de esta geografía sabe a aire puro, huele a pan y a leña recién cortada con el hacha del hombre que la habita. Renace en las primaveras y se amansa en sus inviernos donde la nieve se apacigua y recoge en sus célebres pozos, ahora el único que queda en la Piedra Lisa, pues más de veinte aguardaban en sus cimas elevadas tan necesario ingrediente para los alimentos.
Montaña poblada de sueños encontrados, leyendas que se traían a los hogares para ser contadas a los nietos como el celebérrimo Rincón de la Mala Mujer, por las cercanías de Cieza donde torre medieval había y se advertía a los pastores de la presencia de una mujer que con sus malas artes provocaba la muerte. Montaña sagrada que cuenta con barrancadas y collados, umbrías y solanas por donde pasan los jabalíes y aparece el viejo casar que sabe de esas cuitas sosegadas de su habitante que se sirve del ganado y lo pastorea, corta leña para su mansión y se dispone a escuchar el rumor del bosque, el caer de la lluvia, el rugir de la tormenta cuando Jupiter Tonante se enfada de vez en cuando, y deja que aquella se escancie en las vaguadas y se retire el hombre a su morada.
Esta montaña que se extiende desde la pedanía de La Bermeja en direcciones opuestas, desgarrándose en quebrados barrancos, a veces se recoge en aquietados remansos que se enrocan para dar descanso al viajero. Su protagonista es el hombre que desde épocas pasadas la ha vivido, conoce sus más entrañables parajes, cuevas y senderos olvidados, riscos, cabecicos, cuevas y majadas, todo un mundo fabuloso que nos predispone a aventurarnos por esas zonas donde anida la belleza y podemos auscultar en la lejanía la silueta del pastor o la del bandolero que, huyendo de la benemérita, se dirige a su refugio al que solo las águilas acceden.
Toda esta sierra de magia y poesía la conforman familias que guardan sus costumbres; aquellos modos de vida distinta al que trabaja la tierra en la llanura. Este personaje de montaña es recio, conoce el manejo del hacha quebrando el tronco del pino para convertirlo en leña antes de que se escuche el chirrido de la moto sierra. Lleva consigo el olor de sus arbustos y el sol de los veranos, se siente feliz entre los abetos y sabinas acogedoras, enebros y lentiscares, conversa con la montaña en su soledad al son del murmullo del viento y mira las águilas que revolotean sobre los Almeces.
He oído hablar de estos hombres, familias que dedicaron su tiempo en faenas de la montaña y además la amaron, la siguen queriendo y en su vejez la añoran. Se ve cuando se miran los ojos de estos ancianos que habitan en el pueblo de Ricote reteniendo el aire que llega de la sierra.
Milagros, que pasa de los setenta años me refiere la crónica de su familia, los ´Coines´. Sus padres José Sánchez López y Milagros Bermejo tuvieron siete hijos de los que tres de ellos, Jesús ´El Greñas´, Trinidad y Sebastián se dedicaron al acarreo de piedras, hacer márgenes y sobre todo a la recogida del esparto o albardín, agarrando con sus manos ese puñejo que lo tendían al sol para su secado, siendo majado posteriormente para ser utilizado en el pergeño de cestos y alforjas, pues eran auténticos artesanos en la materia.
Otro de esos hombre que llevan dentro la montaña es Francisco Miñano Saorín ´Paquico de Cesáreo´ que, por lo que me entero, es quien más sabe de estos lares. Jubilado ya, vive con su hermana Marica y sufre de una enfermedad en los ojos que le priva ver la hermosura del paisaje que tanto ama.
Su querencia a la montaña le viene de antaño, sobrino del leñador Perico de la Gabriela, como se le conoce, y de los forestales Isidoro y Silverio, cuenta con un bagaje de auténtico montaraz que retiene en sí la esencia de la montaña, aquellas rutas y cañadas que se pierden por la umbría. Su hermano menor era todo un dechado de conocimientos habiendo sido pregonero de las fiestas de la villa en el año 2002. Se le conocía como ´Sebastián de las Sardinas´.
Su padre ´Paco de Cesáreo´ mantenía una tienda de comestibles sirviéndole de reclamo una caja de sardinas que plateaban en su hábitat redondo, tan juntas que parecían víctimas en sus soportes, que utilizaban los críos para hacer la ´rueda´.
Hablar con Francisco Miñano es rescatar un pasado vivido en la misma sierra, abundar en la nobleza de su paisaje, tomar contacto con parajes innominados que tan solo él conoce. Nos hablará de la Cueva de Teleforo en la que, al parecer, se escondía un tal Fidel en tiempos de la guerra civil huyendo de alistarse en filas, al que se une una columna que tenía su nombre. Alejado del pueblo y con los suyos se dedicaba a hurtar alimentos y otras cosas, aunque vivía inquieto y en huida constante. Fue avistado sin embargo por un pastor y delatado a la guardia civil que le dio captura.
Cayó víctima de dos tiros. Pero es que su lucidez nos ayuda a seguirle en sus aventuras y gozar con parajes inéditos teniendo como fondo la silueta de los Almeces por donde giran las águilas y se recuestan las nubes al atardecer. Podemos seguir la ruta de los pastores que eran conocidos, como ´Los Mochos´ que portaban sus cabras moriscas por el contorno y que a veces se encontraba con su compañero Ramón, que no se alejaba del pueblo, que otros hacían rutas de envergadura desde la Bermeja a la Umbría del Cajal siguiendo hacia el Cerro de Mahoma, con salida al barranco de Ambrós a la Cañaica de los Miñanos.
No se le olvida a Francisco aquellos sitios de su juventud, parajes que vivió con la ilusión del que se siente aventurero; y de este modo destapa sus recuerdos de los lugares que oteaba en cuitas viajeras en el contorno de la Bermeja partiendo de la primera Alcantarilla y de este a oeste, reteniendo cada fisonomía.
Cita más de treinta estancias vividas que nos traen ecos de lejanías azuladas entre collados y riscos, como El Cargador Papacho, El Risco de la Culebra, los Zizases, la manga del Fraile, la Yosca, la Piedra Lisa que tan bien conoce El Pistones, erudito en pozos de nieve. Ensambla en su imaginación la belleza de El Charquico Colorao, Collado de la Maera, Peña Pérez y su mágico reloj empotrado en un risco. Y aún, en la agudeza de su mente describe zonas que aguantan los días en plenitud de naturaleza que conforman los parajes de la Solana, donde habita la leyenda y se avista, entre otros, el Rincón de la Mala Mujer con la leyenda de una mujer extraviada que se aparecía a los transeúntes que por allí pasaban y no con buenas intenciones, lugar que ahora recoge unas cuantas casas derruidas que fueron citas de pastores.
El Pino del Ahorcado evoca una semblanza tétrica basada en unos hechos incontestables. El Cabezo de la Mula, la Umbría de la Salinica, Collado Blanco o El Collado del Moro alumbra sus recuerdos en indelebles enfoques forestales de la Venancia. Pero es que no disimula su amor por el contorno de la Chenta de Mezquita con su Collado, el Cabezo de la Mula, la Jarrica o el Collado del Moro. Una serie de lugares indescriptibles de un boscaje aparatoso donde apenas llega el pastor, pues se engullen en apartadas vaguadas y se elevan en peñascos solitarios.
No disimula este hombre de montaña la belleza de su ámbito nutrido de una flora y fauna característica, donde la sabina y el águila resaltan su hermosura, y se siente orgulloso por haber rozado, en sus años de pasión todo el contorno de su sierra amada que en su jubilación la añora desde su morada en Ricote. Tuvo relación con esos hombres que vigilan la sierra, que desde Alfonso XII se integran en un cuerpo dedicado a custodiar los montes públicos evitando irrupciones de enajenados con ánimo terrorista.
Una labor que desarrolló el reconocido Tío Gabriel, Gabriel García Alcaraz, del que los moradores de esta tierra podrían hablar en abundancia por su interés y dedicación, quien sabía de los pormenores de las casas forestales de la Calera, de su historia, de la presencia de los vecinos para tomar la mona de Pascua o de sus tiempos pasados en ese remanso de paz entre la montaña olvidando el ajetreo del mundanal ruido. Este forestal nace en el año 1875 y fallece a los 86 años, natural de Alhama se vino a vivir a Ricote con su mujer Isabel Campos Muñoz, teniendo una hija, Paquita ´La Carpintera´.
En este menester se deben recordar otros guardas forestales a los que desde estas páginas homenajeamos por su defensa de la montaña de esta geografía privilegiada, que no tenían horas para su labor de vigilancia viviendo noches de escalofrío ante posibles riesgos, dejándose su piel en su vocación, porque la montaña, patrimonio común, apareciera limpia y segura cada mañana y el astro rey, las aves y los bosques camparan a sus anchas según el orden de la naturaleza. Podemos aludir a Braulio, Pedro, Pedro Cánovas, Gil de Egea, Pedro Navarro, Paco ´El segundino´(cehegineros), Jesús Guillamón Losa, Paco Barranco, Silveiro, etc.
Dejamos la montaña y a sus hombres que le dieron linaje, sucumbe el sol por el horizonte y aún se dejan ver las siluetas, puede que sean las de unos viejos pastores, puede que se atisbe la figura del leñador Saorín Miñano ´Perico de la Gabriela´ con su burrico lleno de leña o que se otee la otra del hacecero que porta la leña a sus espaldas.
En todo caso la montaña de Ricote es un organismo vivo que trepida, proclama su brioso acontecer desde que el sol nace hasta que lánguidamente retorna a su morada, como el hombre que la habita que ahora se sirve de otros medios para su sustento. El hombre de la sierra la conoce y sabe que hay que respetarla y que el forestal se dedica a ello evitando acciones criminales, porque como dice Melendez Valdés «¡Qué es la vida si los árboles acaban!».